«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Nació en diciembre del 75 a bajo cero en Granada y eso imprime carácter. Ha vivido entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo a un lado y al otro. Sureña en toda la extensión de la palabra y el territorio. Diplomada en Relaciones Laborales, desde pequeña se ha dedicado a escribir y a aprender de los que escriben. Liberal y contestataria, defiende sus causas y sus sueños desde el respeto. Tolerante, pero no moldeable. Normal, pero no vulgar."""
Nació en diciembre del 75 a bajo cero en Granada y eso imprime carácter. Ha vivido entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo a un lado y al otro. Sureña en toda la extensión de la palabra y el territorio. Diplomada en Relaciones Laborales, desde pequeña se ha dedicado a escribir y a aprender de los que escriben. Liberal y contestataria, defiende sus causas y sus sueños desde el respeto. Tolerante, pero no moldeable. Normal, pero no vulgar."""

Ladrón de guante blanco

28 de abril de 2014

Se adentró en la noche oscura. Lo hizo como se deslizan los cámaras de televisión cuando están haciendo reportajes de la fauna nocturna del Serengueti. Silencioso, pausado, sabiendo lo que buscaba. Concentrado, sin permitirse ni la más mínima distracción. Caminaba sin ruido, casi sobrevolaba el suelo, daba cada paso fantasmal al compás de una leve respiración. La caja torácica apenas tenía movimiento, si estuviera tumbado habría que ponerle un espejo sobre su perfecta nariz y sus carnosos labios buscando empañarlo de aliento, para así comprobar si estaba vivo. Los parpadeos se estiraban en el tiempo, temeroso -suponía-, de que el batir de sus pestañas formara un murmullo delator.

Llegó cubierto de noche a un callejón ambientado con el hedor de la basura, y sin un mal gesto, continúo su paseo como entre parterres de flores, transformando, sólo con sus elegantes y oscuros movimientos, la inmundicia en pequeños senderos de jardín. Al llegar a una puerta metálica, se agachó en un suave grand plié y como usando los elegantes cubiertos de plata en una refinada recepción, manipuló con dos ganzúas la cerradura, que tras un suave «clic», desaparecieron en las mangas de su jersey negro. La puerta se abrió, y se perdió en el interior como si nunca hubiera estado allí.

Era magnífico observar sin ser visto. La libertad de ahondar en los detalles, de relamerse en la distancia, de aprender de la equivocada soledad del otro, es un momento apasionante, pero cuando la mirada atenta era a alguien tan estimulante como lo era él, se volvía un placer pluscuamperfecto. Convertía en pudorosa candidez las más terribles acciones y al imparcial voayer -en este caso, yo misma- se le podrían arrebolar las mejillas.

Yo sabía que allí dentro nada correcto estaría sucediendo, dudaba que estuviera preparando una fiesta de aniversario, seguro que no había perdido las llaves de la galería de arte, pero seguía mirando hipnótica esa puerta, conteniendo el aliento, deseando volverlo a ver. Podría llamar a la policía pero aún seguía subyugada por la escena. La había visto otras veces. Nunca reaccioné ni avisé a las fuerzas del orden, por un lado porque me quedaba en éxtasis visual y por otro, el más importante, porque si iba a la cárcel, no le volvería a ver. Ese era su único defecto, pese a todas las precauciones, yo era capaz de seguirlo, de admirar sus pasos, de conocer de sus secretos. Jamás lo delataría.

Él era Neal Caffrey, un bellísimo ejemplar del género humano, el mejor de la especie de los dedicados al hurto de arte, el hombre de mi vida, mi elegante ladrón de guante blanco.

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