El Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ha dejado sin efecto la llamada doctrina Parot de la jurisprudencia española. El argumento del pleno de la Corte europea es que la liquidación de una condena sobre la base de esa doctrina, es decir, el cómputo sobre cada uno de los delitos a los que se fue condenado con arreglo al Código Penal de 1973, es contraria al artículo 7 del Convenio europeo de derechos humanos, que proclama el “principio de legalidad penal”. Entre las normas de ese Código de 1973 –derogado definitivamente en 1995– estaban así las que concedían a los condenados por cualquier delito –incluidos los terroristas– la posibilidad de redimir un día de condena por cada dos días de trabajo en prisión (excepcionalmente un día de remisión por cada día de trabajo).
En estos casos, la Administración penitenciaria y los tribunales aplicaron invariablemente la reducción de penas por trabajo a partir del máximo de pena que podía cumplirse en prisión, es decir, 30 años. Esta era la ley y su aplicación unánime a muchos terroristas y otros autores de delitos igualmente muy graves por los que fueron condenados durante la vigencia del Código Penal de 1973, es decir antes de 1996. Y el Estado español ha sido perfectamente cumplidor en toda la extensión del principio de legalidad penal que se recoge en ese precepto del Convenio europeo y, naturalmente, en nuestra legislación ordinaria y constitucional. Esto es así porque, como es sabido, los delitos se juzgan siempre conforme a la ley vigente en el momento de su comisión, aunque luego esa ley resulte derogada. Lo que a principios de 2006 hizo nuestro Tribunal Supremo no fue sino realizar una nueva interpretación del modo de contar esa reducción de pena por el trabajo penitenciario, legalmente impuesta.
Ahora el cómputo sería desde la totalidad de los años de condena, y no desde el máximo de su cumplimiento en prisión de 30 años. Así se gestó la llamada doctrina Parot, que no ha sido aceptada equivocadamente por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es decir, se trataba de una interpretación judicial sobre el régimen de rebaja de las condenas y no sobre la aplicación de las penas, que es lo que exige el principio de legalidad nacional e internacionalmente considerado.
El Código de 1995 suprimió esas rebajas de pena; sin embargo, no aclaró en absoluto la forma de seguir llevando a efecto el cómputo anterior al mismo. De ahí que el Tribunal Supremo, y el Constitucional también, consolidaran esa doctrina que, para muchos, es técnicamente más razonable. No pretendo exponer ahora argumentos de justicia material ante delitos atroces para los que la ley no tenía respuesta, sino sólo indicar desde esta página por qué creo que en este caso no acierta el Tribunal de Estrasburgo. En este sentido, el artículo 7 del Convenio europeo proclama el principio de legalidad penal como un derecho fundamental.
Un principio que tiene origen en el siglo XVIII, y parte como una reacción contra la arbitrariedad, el abuso del poder y la inseguridad jurídica. Su verdadero enunciado está en el libro De los delitos y de las Penas, de César de Bonesana, marqués de Beccaria: “Sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y que esta autoridad no puede residir más que en el legislador que representa aun toda la sociedad agrupada por una contrato social”; y la túnica latina Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege la pondrá posteriormente Feuerbach.
A partir de entonces en todas las legislaciones se distingue entre legalidad sustancial y legalidad formal. El principio de legalidad penal sustancial proclama que se sanciona con una pena o se somete a una medida de seguridad cualquier acción u omisión o estado peligroso de una persona que vaya contra la sociedad o el Estado; mientras que el principio de legalidad penal formal es un axioma jurídico por el cual ningún hecho puede ser considerado como delito sin que la ley anterior lo haya previsto como tal. La descripción del delito o situación peligrosa tiene que preceder al acto delictivo o al comportamiento peligroso. Considera y castiga como delito, todo hecho que esté en la ley como tal.
No considera ni castiga los hechos que no estén en la ley, aun cuando esos hechos pudieran ser lesivos a la sociedad o a las personas. En definitiva, son unos principios fundamentadores de cualquier opción política liberal o socialdemócrata, defensoras de derechos, libertades y garantías fundamentales de los ciudadanos.
Ahora bien, en la técnica de aplicación este principio impone que el rango de aplicación de la pena, que es de lo que se trata con la “doctrina Parot”, debe ser razonablemente amplio, pero claramente limitado porque la rigidez de la pena es perjudicial para el condenado. No cabe duda de que esta interpretación jurisdiccional es, desde 2006, menos favorable para el condenado, pero eso no supone la vulneración del principio de legalidad penal en su reconocimiento, modalidades y protección, tal como he dicho. Y como el propio Tribunal de Estrasburgo había dicho en otras ocasiones al excluir de su propio ámbito de garantías internacionales, el modo en que en cada Estado se lleva a cabo el cumplimiento y la ejecución de las penas.
De esta manera además, no es posible entender cómo el TEDH considera que, con todo ello, lo que se hace en España es aplicar “una pena no prevista en su momento en la ley e imprevisible objetivamente”. Sin duda, la aplicación de penas diferentes de las vigentes en el momento de la comisión de los delitos e imprevisibles, es frontalmente contrario al principio de seguridad jurídica reconocido también en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Pero no es esto lo que ha venido haciéndose desde la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo.
No hay necesidad, en definitiva, de acudir a los postulados de la Escuela correccionalista –que dicen que la pena debe ser indeterminada para poder aplicar la prevención especial que exigiría el tratamiento de cada interno– porque los tribunales españoles, con acertado y justo criterio, han sabido determinar en cada caso las condenas encadenadas que se le presentaban a liquidar. Y, por supuesto, respetando el principio de legalidad.
*Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado.