Estaban la Àngels, la Joana y la Meritxell compartiendo unos litros y un peta en la terraza del inmueble okupado, perdón, en la azotea del laboratorio social, cuando descubrieron que todas ellas, y unas cinco más de la comuna, perdón, del movimiento social, habían mantenido “relaciones sexoafectivas” con un maromo que había resultado ser un policía infiltrado por el Estado opresor español. El tunante del txakurra buscaba obtener información sobre la juventud combativa del barrio barcelonés de Sant Andreu e hizo de Mata-Hari.
Terrible destrozo emocional, pero quien peor lo llevaba era Joel. Años deconstruyéndose, poniéndose aretes en la nariz y reduciendo sus niveles de testosterona. Sin olvidar el taller de sexualitat aliada, financiado por Ada Colau, que tenía por objeto experimentar el trauma femenino de la penetración… ¡Todo para que llegue el primer garrulu castellá y se lleve de calle a la Joana! ¡La cisgénero de sus ojos! ¡La que no baila reguetón por ser un producto de la sociedad machista heteropatriarcal! Espatarrar-se con el primer cachas que pasa: ¿qué forma era esa de respetar a Catalunya?
Antes de que apareciera el espía, Joel había logrado grandes avances en su relación con la Joana. Durante una calçotada per l’independència, sonando Agafant l’horitzó (nota: no es traducible por “el horizonte pagafantas”), él decidió lanzarse y le propuso un ciclo de cine quebequés. Ella aceptó. Le gustaba el espíritu contestatario de Joel, siempre luchando por una república diversa y turbofeminista. Además, ambos tenían en común el origen pacense de sus abuelos. Emigraron a Catalunya durante la dictadura y tuvieron suerte: no desaparecieron como en Camboya y uno de ellos trabajó en la SEAT. Aunque la Meritxell dice que eso de los desaparecidos y Camboya es una forma de hablar. Pol Pot no era malo, lo que pasa es que el fascismo nunca le perdonó que dinamizara el sector primario en Kampuchea Democrática.
Joel no sabía que la Joana, pelín poliamorosa, estaba metida en una aplicación para ligar llamada “Ok Cupid”. Maldita la hora. De ahí salió Dani, el agente policial que se infiltró en el asentamiento de antiviolencias machistas.
Debían haberlo sospechado. Dani no pesaba cuarenta kilos en mojado y además comía proteína animal. Tenía más pinta de venir del Sónar o del Basic-Fit que de estar involucrado en espacios anticapitalistas, pero bueno, tampoco hay que flagelarse. En la Republiqueta, cada vez es más difícil distinguir un joven combativo de un festivalero cualquiera. Puede que el hecho diferencial se encuentre en las rastas. “Habrá que estar atento para la próxima”, pensó Joel.
Huelga decir que todo lo escrito hasta ahora es pura invención, aunque bien pudiera haber ocurrido.
En 2020 un madero de 31 años se infiltró en el submundo del movimiento libertario barcelonés, se mimetizó con los asamblearios y se encamó con las activistas de sant Andreu del Palomar. En el cumplimiento de su deber llevó la caracterización hasta sus últimas consecuencias, tatuándose parafernalia ácrata y usando camisetas antipoliciales.
Según ha trascendido, Dani, el policía, era un tipo bien parecido, afable y dispuesto a ayudar. Con esos mimbres, y usando un pañuelo palestino, logró meterse en el catre de la Joana y en el de siete elementas más. La cosa es vieja como el mundo. Hasta Dolores Delgado sabe que las relaciones sexoafectivas utilizadas con el objeto de obtener información son un éxito asegurado. Lo hemos visto en el cine y lo vemos en la vida real. En “Macronlandia”, donde creen haber inventado el ars amandi, se suele decir que en el amor y en la guerra todo vale. Las activistas andan indignadas. Dicen que nunca hubieran metido un espanyol a casa seva de haberlo sabido. Me da a mí que están heridas en su orgullo. En el de mujeres, no en el de catalanas. No les cuadran las fechas, el poli ha jugado a varias bandas y les ha contado milongas. Nada que no pase todos los días, hasta en algunos grupos parlamentarios.
Que cinco de las ocho amantes pretendan querellarse por abusos es la enésima muestra de cómo la neoizquierda vive en un mundo de unicornios. Pero les entiendo, si se puede ganar la batalla del Ebro casi un siglo después por vía legislativa, ¿por qué no podría deshacerse una coyunda por vía judicial? Al final todo es una cuestión de memoria, muy democrática, eso sí.