«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Llámame etarra pero no gorda

13 de abril de 2014

Cuando a la hora de la comida los ascensores de Goldman Sachs se llenan de ejecutivos sudorosos en chándal que vuelven del gimnasio, podemos dar por inaugurada la Operación Bikini. Ese periodo pre-estival en el que hasta hace poco el género femenino, y cada vez más los hombres, intentan quitarse en un par de semanas esas hambres ordinarias invernales.

Durante la Operación Bikini los japos hacen su agosto y los gimnasios se llenan de vagos que pretenden paliar meses de polvorones, burritos, cocidos y McFlurrys.

Los restaurantes de lujo aguantan a féminas que sólo piden una endibia y por los sastres pululan jóvenes optimistas que solicitan achicar unos centímetros más el traje porque «para cuando lo vaya a usar ya habré perdido 2 o 3 kilitos». ¿Resultado? Bodas repletas de fondones embutidos y casi sin respirar con el pantalón desabrochado y complejo de presentador de Antena 3.

Una vez afrontado que no es el camisón/gayumbo el que pesa una tonelada, si no tus cartucheras/lorzas, haces una declaración de intenciones: «El lunes me pongo a régimen».

Descartadas las soluciones más radicales, como tomar chupitos de vinagre en ayunas, alimentarse a base de Frappucinos de Starbucks o echarse en brazos de la Dieta de la Ina (Fino la Ina y nicotina) y rechazados también los tentadores ape shaper del Teletienda, lo más sensato es forrar las puertas de la nevera con el último catálogo de baño de Sports Illustrated, un incentivo que se puede sustituir por el pegado de un bikini de triángulo de la talla 34 en las puertas de la despensa. Todo ayuda.

¿Qué es mejor vivir soñando con una Whopper o con una lipo?

Es entonces cuando nos lanzamos a contar calorías con rigor científico, a pesarnos siete veces al día y a rezar para que nuestros 80, 60, 120 se conviertan por obra y gracia del Pronokal en los ansiados 95,60,90 de Kate Upton. Pero los milagros no existen.

Terelu nunca será Kate Moss, ni la «gordita» Ada Colau se convertirá en la «raquítica» Cristina Cifuentes.

La activista de la PAH todo lo aguantó con estoicidad: que la llamaran «progre, demagoga, etarra, feminazi, proabortista…» hasta que le dijeron gorda. Normal. En nuestra sociedad las cartucheras se convierten en «sensuales muslos», y las gordas rollizas mutan en «voluptuosas mujeres de verdad». Todo con tal de evitar el fatídico adjetivo. «Yo no estoy gorda, estoy lustrosa».

¿Hay algo mejor que ser guapa, joven, elegante, ambiciosa, millonaria o feliz? Ser flaca.

Escucho frecuentemente a amigas intercambiando toda clase de métodos infalibles para perder peso, soluciones inéditas, dietas revolucionarias o fármacos milagrosos que consiguen que parezcas Amy Winehouse en sus últimos conciertos.

Da lo mismo si entre sus efectos secundarios se incluyen riesgos como manchas en la piel, posibilidad de padecer alzheimer en un futuro o de sufrir una úlcera gastrointestinal. A ellas sólo les importa una cosa: «¿Adelgaza?»

Algunas llegan a poner en práctica la dieta de Raffaella Carrá, que prohíbe comer durante las horas de sol e invita a atracones nocturnos de spaghetti. No seré yo quien cuestione la silueta de la septuagenaria aunque a mi juicio responde más a eso de «para hacer bien el amor hay que venir al Sur…», que a sus hábitos vampíricos.

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