No hay verano sin entrevista piscinera al Dioni en la prensa, ni semana política sin algún nuevo chiringuito de reeducación de díscolos del progresismo. Ada Colau, la emperatriz que el secesionismo merece, proyecta un tinglado, llamado Centro de Nuevas Masculinidades, para explicarnos a los hombres lo que significa ser hombres. Y yo se lo agradezco, porque llevo 40 años sin saberlo. Por más que me esfuerzo en no hacer ruido al masticar y no empujar a las viejecitas por las escaleras, aún algunas noches, me subo a los árboles, aúllo locamente, me golpeo el pecho cuando pasan veinteañeras en minifalda, y me rasco la oreja con la pata trasera. Y cuando la sobredosis de Estrella Galicia me oprime en estas tardes de verano, alivio siempre en plena calle y fumando, tal y como aprendí de la amiga activista de Colau en el curso Es fácil mear en la calle si sabes cómo.
Si el modelo ideal de mujer progresista es Ada Colau, sospecho que el modelo de hombre convalidado por la izquierda será Dora, la exploradora. Sea como sea, por fin van a reeducarnos a los machos, y a explicarnos que el hecho de tener un sacacorchos donde otras personas tienen un abrebotellas no tienen nada que ver con que nos guste el fútbol, correr al volante, o liarnos a bofetones cuando hemos bebido más de la cuenta. Al parecer, Colau terminará con lo que llaman “masculinidad tóxica”, que supongo que consiste en explicar a la población que, si te comes, no sé, a Echenique, te puede dar una dispepsia de tres pares de errejones.
Rezo sin descanso para que la alcaldesa no lea que un estudio demuestra que la castración hace que los hombres tengan una vida más menos agresiva
Ha creado el Centro para acabar con el discurso de odio y fascismo, dice, y para que los hombres dejemos de reaccionar de forma agresiva, que es lo que hacemos los hombres a todas horas. Yo mismo, esta mañana, he pedido un café con leche en un bar, y el camarero me lo han traído solo, oscuro como la glotis de un oso, con claro afán de provocación a mi encabronamiento crónico varonil. Y naturalmente, sin mediar palabra, le arranqué la cabeza de una patada voladora y prendí fuego al bar con todos dentro, ante el aplauso y regocijo de los varones que contemplaron la escena. Pero, ¿qué otra cosa podría hacer si no obedecer a mi depravada naturaleza masculina?
Dice la alcaldesa antisistema que los hombres somos demasiado hombres. Y que hemos de feminizarnos. Es la segunda parte del plan. La primera parte fue hacer que las mujeres sean menos mujeres, y se vuelvan más masculinas. Después de todo este berenjenal de esta izquierda desnortada, cuando logren que las tías sean como tíos y los tíos sean como tías, yo ya no sé qué demonios me va a resultar atractivo, y supongo que en medio del caos terminaré enamorado de un gladiolo, que ni le gusta hablar de fútbol, ni pintarse las uñas, así que es la pareja perfecta si quieres que los políticos te dejen en paz, seas como seas. Pero aún entonces, lo sé, volverá Colau montada en un unicornio por Vía Layetana, empuñando la bandera del Centro de Liberación del Gladiolo, para corregir el modo en que nos dirigimos a nuestra amada planta, y a explicarnos que nosotros, los capullos, debemos romper en flor con urgencia, para no intimidar con nuestra renuente asexualidad a nuestra floreciente pareja.
Ahora, mientras espero mis clases de reeducación para convertirme en el tipo ideal de la Colau, rezo sin descanso, también lo confieso, para que la alcaldesa no lea las conclusiones del último estudio de la Universidad de Otago, Nueva Zelanda, en el que un grupo de científicos demuestra que la castración hace que los hombres tengan una vida más saludable y longeva; y por supuesto, menos agresiva. Vegetarianos, sostenibles, progres, y castrados, más que un Centro de Nuevas Masculinidades, los hombres necesitaríamos el Museo de Antiguas Masculinidades, y las mujeres –pobrecillas-, un viaje en el tiempo a un siglo en el que la estupidez no fuera premiada con alcaldías.