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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Madrid y Azorín

10 de octubre de 2014

¿Reconocería Azorín el Madrid actual? Lo dudo. Madrid ha cambiado en cuarenta años lo que no había cambiado en cuatro siglos, desde que los Austrias decidieron abandonar Valladolid para acoger su reinado al “castillo famoso” que ahuyentaba el miedo.

Aquella Madrid de techos de pizarra, de balcones de esquina y grandes anchuras escoriales apenas existe. Incluso en los barrios más castizos, allá por el Mesón de Paredes, donde se reconciliaban los duelistas y sus padrinos compartiendo la comida tras un pinchazo a primera sangre, es hoy patria de extranjeros por donde pululan los restaurantes chinos con sus dragones pintados de rojo, tiendas de “todo a un euro”  y los “Import/Export” para mandar dinero a las familias. Allí, excepto un local llamado “Taberna de Antonio Sánchez”, ya no hay nada español, puesto que hasta las peluquerías son chinas o de otros lugares asiáticos.

En otros tiempos Madrid disfrutaba de tener un “Salón Japonés”, pero hoy la invasión de grupos en torno a la Fuente de Cabresteros hace escuchar al paseante palabras hindúes, dialectos africanos, lenguas orientales y el predominio dominante del chino mandarín sobre el castellano. La hilera de negocios bengalíes o birmanos, hace irreconocible el lugar por mucho que se pondere tener una corrala en buen estado.

¿Y qué decir de la zona de Azca y su torre Picasso? Si la viese Azorín seguro que hubiese pensado que su regreso a España pasaba por unas breves vacaciones en Nueva York o Pekín, que es donde ahora crecen los rascacielos como piñones. Y si llegase hasta los cuatro ases de la baraja que se levantan ante nosotros tras la Plaza de Castilla y ofrecen una panorámica que se percibe desde el cruce de la carretera de Burgos con la salida hacia Colmenar Viejo, seguro que pensaba que estaba ya en un escenario de la Divina Comedia, sin lograr descifrar la diferencia entre el cielo y el purgatorio.

Releo ahora el libro “Madrid”, que Azorín escribió en 1941, tras casi cinco años de su exilio en Paris. La primera lectura, en edición corriente, de bolsillo, creo que en la colección “Austral”, me pareció conmovedora. Escribe Azorín desde la Eternidad del hombre mayor, que añora a través de sus recuerdos, su pasado de periodista de campanillas y de escritor famoso. Se acuerda, cómo no, de las redacciones en las que estuvo, de las casas de pupilaje en las que dormía, de las tiendas de boterías, de los mercados y de los cementerios. Excepto esto último, porque las tumbas producen una veneración casi intocable, todo lo demás no es lo que era. Los puestecillos de la Cava Baja o las reliquias del Arco de Cuchilleros son un recuerdo esquinado por los hipermercados y los grandes almacenes. Azorín, un escritor revolucionario para su tiempo, ya no podrá cantar a los “Sombreros de Copa”, que eran una industria perdurable en el siglo XlX y que se alimentaba de jóvenes dandis como Mariano José Larra.

Tanta nostalgia hace sufrir, porque la edición de “Madrid” que ahora releo (publicada en Incafo S.A. en 1987) está llena de fotos formidables en la que aparecen tabernas y locales que ya han desaparecido. Es decir, que Madrid ha cambiado tanto desde 1987 que no sólo Azorín, sino yo mismo no reconozco al Madrid de mi juventud. Tendría yo una edad parecida a la suya, unos 22 años, cuando llegué al periódico “Ya” entonces en la calle Mateo Inurria, primer lugar donde se publicó un artículo mío, y soñaba con  obtener un trabajo como periodista, animado por el éxito que, como columnista, contaba él que había obtenido en “Madrid”, pero mi suerte no coincidió con la suya.

Claro está que la parte noble y señera del Madrid elegante se conserva cuidada y a salvo. Pero qué ha sucedido con esos pueblos desde Madrid a Alcalá de Henares o desde la Puerta de Toledo hacia el Sur, que se han convertido en verdaderos colmenares de industrias y garajes, almacenes y comercios que atestan comunidades de vecinos. Los pueblos manchegos, antiguamente de casas unifamiliares, pequeñas sí, pero dignas y agradables se han transformado en unas construcciones de tipo stalinista como las que rodean los cinturones de Moscú. Y así Rivas, Getafe, Vaciamadrid o Arganda son un cinturón de hierro y humo que han hecho, de lo que fue “Villa y Corte” un sembrado de elocuente despersonalización  ¿Vamos hacia delante? ¿Nos importa algo el aire puro? ¿Queremos ante nosotros paisajes que hieren la vista? ¿Es lógico circular por laberintos creados bajo  tierra para llegar a cualquier parte?

El Madrid de la industria y la burocracia me temo mucho que no le gustase demasiado a Azorín. Hablaba él en su libro de “Madrid” de la “soledad verde” que le inspiraba Galicia con la melancolía de sus perennes lloviznas y ya entonces se alarmaba del bullicio de los nuevos tiempos. Pensaba en los caminos vecinales y añoraba que no fuesen más anchos como las cañadas reales.

 

¡Bendito Azorín que abandonó nuestro mundo antes de saber lo que era un atasco en la M-40 a las nueve de la mañana!

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