Si tuviera que elegir un rasgo común de las malas personas con las que me he topado en mi vida sería este: es gente que no admira.
Son terribles, quienes se niegan este sentimiento euforizante. Cuando uno los trata, arruga la nariz; percibe un olor como de ciénaga. Más que desprecio, provocan lástima, pues ni siquiera saben lo que se pierden. La admiración es un sentimiento perfectamente natural, pero puede estragarse cuando uno no está en contacto con él siquiera un poco. La verdad es que hay gente que ha tenido muy mala suerte: apenas se ha expuesto a modelos de grandeza. En todo caso, a admirar también se aprende, y lo que no tiene perdón de Dios es que estemos erradicando la admiración de la universidad, los institutos y los colegios. Los griegos reconocían dos fuerzas tras este maravilloso sentimiento: eros, o la propensión a lo bello, y alethéia, o la propensión a la verdad. ¿Se imaginan una educación construida en torno a esas dos magníficas inclinaciones?
La sociedad es y será una cámara de espejos, y mejorarse es el privilegio de quienes se procuran los más grandes. No hay perfeccionamiento posible si uno se niega a valorar lo inmenso. Durante la ridícula revolución de las estatuas derribadas o ultrajadas de 2020 —no teníamos problemas por entonces, como usted bien recuerda— se pudo leer este comentario justificativo en una red social: «Estamos aprendiendo a no exagerar». Lo que estamos aprendiendo es a no admirar, y eso es un verdadero problema, porque así no se fabrican seres humanos decentes, sino cobardes. Nadie lo dice mejor que Nicolás Gómez Dávila, en uno de sus finísimos escolios: «Negarse a admirar es la marca de la bestia».
Nos miramos tanto al ombligo y andamos tan blanditos que hemos terminado por concluir que toda admiración es idolatría. La posmodernidad es tan miedosa de los sabores —y los saberes— fuertes, que ya no reconocemos héroes. Sólo tenemos loas para los ángeles caídos. En cuanto una Simone Biles quiebra (2021), corremos histéricos a jalearla, pero no por admiración, sino en recuerdo de nuestra debilidad, y abandonamos a quienes al mismo tiempo vencieron. Con todo, sigue habiendo quien reconoce a la Simone Biles heroica (2024): la que se levanta y fascina.
Más allá de la boba adoración del dinero y la fama, no tenemos precisamente un problema de exagerar en cuánto valoramos a los demás, sino a nosotros mismos. Muchas de las revoluciones de ahora, con sus chillones hashtags, sus estatuas derribadas y sus performances genuflexas —un saludo, Black Lives Matter— son aquelarres del deshonor y los complejos. Ni que decir tiene que cuando hay que hacer grandes cambios a veces se rompen algunas cosas; miedo al cambio social, incluso radical, cuando es para bien, ninguno. Pero el carácter puerilmente ideológico e históricamente ignorante de algunas de estas manifestaciones apunta a problemas de autoestima, personales y comunitarios. Quien tiene la autoestima muy baja, por enfermedad no admira; y antes o después termina diciendo barbaridades como que España tuvo colonias en América. Quienes se vanaglorian de no admirar no tardan mucho en causar bochorno y añadir problemas.
Lo bueno y verdadero circula en dirección contraria. «¿Qué lugar hay efectivamente para la envidia cuando todos son amados según una jerarquía legítima?», se preguntaba Quinto Aurelio Símaco. En un tiempo, el nuestro, en el que cualquier indocumentado le echa a usted en cara en una red social que sepa de lo que habla, querida lectora, querido lector, el tiempo de la ignorancia escogida e inmodesta, hay que decirlo más veces con el escritor y estadista romano: es gloria estar por debajo cuando quien está bien alto lo merece. Somos, hasta cierto punto, nuestras admiraciones: aquellos a quienes admiramos son escaleras por las que trepamos, hacia el cielo o hacia el inframundo, según escojamos. No es lo mismo tener a Palo Escobar o a Mark Zuckerberg en un pedestal que a Irena Sendler o Ignacio Echeverría. No obstante, la admiración es libre: allá cada cual con su conciencia.
Definía Antonio Gala la envidia como «tristeza por el bien ajeno»; sentimiento bajuno donde los haya. La envidia destruye, la admiración inspira. Lo hace sacándonos de nosotros mismos y zambulléndonos en lo excelso. La admiración es, como el amor, un acto intrínsecamente transitivo. Del mismo modo que uno no puede amarse a sí mismo, tampoco puede admirarse a sí mismo; y los intentos de hacer tal cosa (la sologamia y la egolatría, respectivamente), son patológicos.
La expresión «no me comparo con nadie» no es solo falsa, también es bárbara. Es falsa porque somos seres de tal intensidad social que no existe quien, conscientemente o no, no se compare. Es bárbara porque barbarie es considerarse la medida de todas las cosas. «Nadie es más que nadie», leemos en el Juan de Mairena de Machado; pero el maestro sólo está hablando de nuestras dignidades. Para entenderlo del todo, hay que leer a Cervantes: «Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro, si no hace más que otro».
En última instancia, la envida es una pleitesía que la mediocridad rinde al talento. España, país que sufre como pocos el mal de la envidia, ha popularizado una distinción espuria entre la «envidia buena» y la «mala». «Siento envidia, pero de la buena» es una declaración torpona que o bien encubre la envidia bajo un falso manto virtuoso o bien expresa la gazmoñería de quien no se atreve a decir «te admiro». «Te admiro» ¿Se puede decir algo más bonito? «Sí», dirán algunos, «más bonito es “te quiero”»; bien: en el fondo es lo mismo, pues sólo ama al más alto nivel quien al tiempo admira. La admiración funda la ternura; y con eso está dicho todo.
Así las cosas, le propongo que fundemos usted y yo el Movimiento En Pro de La Admiración y en Contra de la Envidia (MEPLACE). Un lugar en el corazón en el que se reúnan quienes no temen sentirse pequeños, quienes, al contrario, lo desean. Un espacio para que quienes veneran —un verbo, venerari, que remite a Venus: no olvidemos que hay tantas o más mujeres que lo merecen— se gocen en el genio, la bondad y el coraje de otros. La Santa Cofradía de los Admiradores, que no reconocen otro criterio para inclinarse que la grandeza ajena: a eso le invito. Si a usted le place, a mí otro tanto.