Dos graves fracasos políticos han condicionado la vida colectiva de los españoles desde que se instauró el régimen que forjó nuestra famosa Transición y que tiene como máximo exponente a la Constitución del 78.
En primer lugar, la amenaza a la unidad de España y a las libertades civiles que el nacionalismo ha ejercido desde sus más prístinos orígenes, primero con la violencia armada de las pistolas y las bombas-lapa, y después con la iniciativa sediciosa de los referéndum de autodeterminación, sueño romántico construido sobre la base del chantaje parlamentario y la consecuente cesión casi ilimitada de competencias y financiación por parte de absolutamente todos y cada uno de los gobiernos de la nación.
En segundo lugar, la falta de libertad política de la que, desde el origen, adolece nuestro sistema. El monopolio de los partidos protagonistas de la Transición ha sido tan férreo que su hegemonía no se ha visto amenazada hasta estas recientes elecciones autonómicas y municipales.
Sin embargo, aunque parezca lo contrario, al sentimiento de indignación que ha provocado los nuevos resultados electorales pronto puede unírsele el de la frustración que en la sociedad va a generar un nuevo espejismo político. Pues los análisis que se están vertiendo en los medios de comunicación social no pueden ser más desacertados. Consecuencia lógica de no comprender correctamente la naturaleza del poder.
Se sostiene con frivolidad suprema que el peligro nacionalista catalán ha perdido fuerza en favor de la nueva izquierda populista y radical. Nada más lejos de la realidad. El oportunismo congénito a esta izquierda le permite saltar impúdicamente de las vanguardias elitistas de Lenin y Marx y su aversión al derecho de autodeterminación de los pueblos y naciones de Europa, que utiliza para anular a los círculos, al rousseaunismo de éstos y de la soberanía popular para defender el derecho a decidir. Después de que se convoquen elecciones en Cataluña, dos terceras partes del Parlamento catalán estarán a favor del derecho de autodeterminación y más de la mitad votaría «sí» a la independencia, como acaba de confirmar Ada Colau en sus últimas declaraciones. No comprender que los intereses de la izquierda radical pueden converger con los de los nacionalistas si ambos prescinden recíprocamente de aquello de lo que el otro abomina, es decir, de la libertad y de la idea de España -que en el fondo es decir lo mismo, pues la nación española es la base de la unidad política construida por la Historia de forma ajena a la voluntad consciente de los hombres, sobre la que se fundamentan nuestros derechos y libertades- implica no sólo desatinar escandalosamente en los análisis sino incapacitarse para formular soluciones con las que afrontar el inmediato futuro. Hoy el problema del secesionismo catalán no sólo no ha sido mitigado cuantitativamente hablando por los nuevos resultados, sino que ha dado un paso de gigante desde el punto de vista cualitativo, al recibir por vez primera el derecho de autodeterminación, eufemismo del derecho a la independencia, el reconocimiento de un partido de ámbito nacional.
En relación con la otra gran cuestión, la superficialidad en el análisis político conlleva a confundir el fin del bipartidismo con el fin de la partidocracia o de la oligarquía de partidos. España ha sido hasta hoy una cúpulocracia, no porque el poder estuviese distribuido entre dos formaciones políticas, sino porque la naturaleza del mismo, que se desprende de la ley electoral, de la financiación de los partidos y de la imposibilidad de garantizar la separación de poderes, es necesariamente oligárquica, sean dos, tres o treinta y tres los partidos que se lo repartan. El régimen democrático u oligárquico del poder no depende del número de partidos en liza sino de la igualdad de oportunidades de que dispone cualquier candidato para presentarse ante sus electores y de la libertad de éstos para elegirle, controlarle y deponerle si es necesario. Ciudadanos, único partido que propone cambios que afectarían a la naturaleza del poder, no cuenta todavía con el apoyo electoral suficiente como para exigirlos. Y las fórmulas de Podemos en relación con las listas abiertas y una mayor proporcionalidad camuflan lampeduasianamente el mismo régimen oligárquico de poder.
Ambos espejismos alimentados por los medios convierten la nueva situación política en algo todavía más nocivo para las libertades públicas, pues al menos la mujer del anterior César no podía aparentar por más tiempo su impureza.