La comunicación siempre ha sido uno de los instrumentos del poder para hacerse respetar y para ganar la adhesión de súbditos, administrados o feligreses. En la antigüedad los imponentes templos egipcios o las esbeltas construcciones griegas, por no hablar de los arcos de triunfo romanos o las pirámides escalonadas mayas eran formas monumentales de transmitir mensajes al pueblo, al igual que las coloristas e impresionantes ceremonias de coronaciones, bodas reales, tedeums y conmemoraciones diversas. Sumos sacerdotes, monarcas y gobernantes encargaban a hagiógrafos de pluma inspirada relatos fastuosos de su bondad, gloria y triunfos con el fin de afianzar sus tronos o la fe de sus creyentes. Modernamente, se mantuvo e incrementó esta preocupación de los grandes de la tierra por aparecer bajo una luz favorable a los ojos del común de los mortales, conscientes de que una imagen pública atractiva formaba parte de la estrategia destinada a sostener sus privilegios y acallar protestas y rebeliones. Palacios, estatuas, obras de arte y voluminosos libros de historia respondían al encargo de sus opulentos dueños de enaltecer sus figuras y sostener su dominio sobre una plebe deslumbrada.
Hoy también la comunicación es la estrella de la política democrática y no hay candidato a un puesto de elección popular que no dedique considerables recursos humanos y financieros a presentar su trayectoria y su programa en la televisión y en las redes como los mejores, hasta el punto que un magnífico aspirante a una alcaldía, un escaño o una presidencia, puede ser derrotado por otro intelectual y moralmente inferior si éste cuenta con un equipo de comunicación más competente. Existe por supuesto una abundante literatura técnica en este campo, que cubre los aspectos estéticos, conceptuales, demoscópicos, psicológicos y retóricos de la materia. Cómo hablar, cómo vestirse, cómo moverse, qué tipo de propuestas hacer, sobre qué sectores del electorado centrar los mensajes y otros numerosos elementos son cuidadosamente analizados por expertos que cobran auténticas fortunas. La reciente aparición de refinadas técnicas asociadas al manejo de ingentes cantidades de datos mediante sofisticados software que permiten segmentar la comunicación hasta casi individualizarla, ha dotado a los procesos de captación del voto de una eficacia inédita.
No sé si el Obispo Cases es conocedor de la trascendencia de una comunicación de calidad en el panorama público contemporáneo, pero todo apunta a que está necesitado de una formación intensiva en este campo. La austeridad y dedicación a su labor pastoral, que le supongo, la bondad de sus sentimientos, de la que no dudo, y la fortaleza y sinceridad de sus creencias, que tengo por segura, no le valdrán de nada si sigue cometiendo errores de comunicación tan flagrantes como el de sus declaraciones sobre el triunfo del desafiante espectáculo de la Drag Sethlas en el Carnaval de Canarias. En primer lugar, Su Ilustrísima ha de comprender la naturaleza del Carnaval. Se trata de un exceso deliberado, iconoclasta y desenfrenado de las convenciones vigentes previo a los sacrificios y privaciones propios de la Cuaresma, es decir, que cuando estalla el desenfreno de máscaras, provocaciones y lascivias de este festejo, estamos asistiendo a un fenómeno de raíz religiosa. El Carnaval viene a ser como una Cuaresma invertida, un chorro de vapor que escapa estruendoso de la caldera comprimida por la inminencia de los sacrificios y las abstinencias al abrirse la válvula de lo que viene a ser una permisividad preventiva, una preparación mental y física a los duros y exigentes ejercicios de contención que seguirán. La circunstancia de que actualmente casi nadie se entregue a las prácticas cuaresmales no obsta a la vigencia de su significado original.
Asimismo, el Obispo de las Islas Afortunadas no debe olvidar que su reino no es de este mundo y, en particular, del mundo de la Drag Sethlas. El ilustre mitrado del hermoso archipiélago atlántico y el personaje que, cubierto de rutilante maquillaje y encaramado a unas inverosímiles plataformas, se entregaba con delectación desatada a la irreverencia más blasfema, pertenecen a universos disjuntos, inconexos, de métricas incompatibles. Por consiguiente, no procede que el Obispo haga comentario alguno sobre el espectáculo carnavalesco, de la misma forma que seguramente a Cristiano Rolando no se le ocurrirá nunca opinar en rueda de prensa sobre las implicaciones antropológicas del estructuralismo. Otra cosa es que, una vez apagadas las luces del show, la Drag Sethlas recupere su aspecto normal y en ese momento, como integrante que es del género humano, necesite de los auxilios espirituales de la Iglesia si atraviesa tribulaciones, dudas o sufrimientos, pero mientras evolucione sobre el escenario en contorsiones insinuantes cubierta de lentejuelas, el Obispo no ha de darse por enterado de su presencia. La Drag Sethlas está en lo suyo y el Obispo ha de dedicarse a lo que es de su competencia y cualquier interacción entre ambos resulta fuera de lugar.
Por último, un Obispo, además de casto y caritativo, ha de tener clara la jerarquía de sus valores y, en consonancia con ella, evaluar el nivel de gravedad de las desgracias a las que asiste. Dejando aparte, como ya he explicado, que las fantasías teatrales de las Drag Queens en general y de la ganadora del Premio del Carnaval de Canarias en particular, han de ser ignoradas por cualquier diocesano que se precie, si incurre en el flagrante error de entrar a tan húmedo trapo, que por lo menos no lo agrave con una pifia tan tremenda como comparar el descaro de un profesional de la farándula en época de Carnaval con una de las tragedias aéreas más terribles de la historia de la aviación comercial española con ciento cincuenta y cuatro víctimas mortales y concluir que el primero le había causado más desazón que la segunda. El hecho de que el Obispo Cases no advirtiera de que semejante aseveración levantaría una ola de justificada indignación que pondría en entredicho su sensibilidad moral y su IQ, indica que ha de retirarse de inmediato para entregarse a la meditación y leer un buen manual de comunicación. En realidad, a partir de esta amarga experiencia, si yo fuera el Papa Francisco, dictaría una instrucción apostólica en virtud de la cual todo sacerdote católico ha de alternar diariamente la atención al breviario con el estudio diligente de El octavo sentido de José Antonio Llorente. Así, el camino hacia la dicha eterna no quedaría perturbado por tropiezos incomprensibles en este valle de lágrimas.