Sorprende que en la polémica de Rubiales no se hable más del piquito. No del concreto piquito que le dio a Jenni, sino del piquito como institución.
Quizás tenga mucha culpa de lo sucedido. El piquito es una cosa no del todo extendida en la sociedad. Me atrevería a decir que es algo progresista. Hay familias enteras, árboles genealógicos en los que nunca hubo un pico.
Es algo que divide a la sociedad. Parte de ella se los da, la otra lo miramos con cierta aprensión. Diría que como los tatuajes, pero el otro día leí que el 40% de las mujeres americanas ya están tatuadas, y ayer en First Dates una chica confesaba no poder resistirse a una cara tatuada.
En el cole, los niños que recibían el piquito de sus padres nos provocaban extrañeza y un ligero rechazo cultural. Parecían vivir en un hogar de hippies.
Entre el beso en la mejilla y el ósculo o beso esponsalicio surgió eso como modernez a medio camino: juntar los labios castamente. Algo contradictorio. Pero siempre hay gente así, gente que no tiene bastante con lo que hay e inventa.
El piquito se lo dan quienes quieren besarse pero nunca lo harían: los papás evolucionados con sus nenes, Stoichkov y Koeman o los amigos de sexualidades opuestas (gay-hetero) que juegan. Como cuando el gay mete mano a la amiga mariliendre. «¡Si no hace nada!». Es como de mentira.
El piquito, hecho ya institución entre los modernos, se hizo luego frase en el «¡Te como la boca!».
Más que sexual, la impresión es que Rubiales quería ser guay. Ser presi-coleguita de las campeonas. Pero la tontería del piquito le va a salir cara y le quitarán hasta el llavero de la RFEF.
Quizás el piquito no sea lo único. De no haber sucedido, puede que se hubiera hablado más de la celebración de la reina Letizia. Porque fue ella la que juancarlistamente rompió el protocolo. ¿Se ha visto alguna vez a una reina dando saltos? ¿Era necesario que respondiera al «¡Que bote la Leti!»? Un poco más y la mantean.
En la ceremonia de entrega de trofeos, es ella la que introduce el abrazo. El preboste de la FIFA que la precedía daba la mano, como se ha hecho siempre, pero ella, situada entre él y Rubiales, dio a cada jugadora un sentido abrazo. No un apretón de manos, ni siquiera un apretón con beso incluido, como Sánchez en la recepción, sino un abrazo familiar. Un abrazo sentido. Un abrazo de amiga. Como esos que da Yolanda Díaz cerrando los ojitos de ‘entrañabilidad’ y que las mujeres han introducido en la vida pública.
Rubiales, el siguiente en la fila, partía de ahí. Ese era su mínimo de efusividad.
Una forma de medir el grado de propaganda de un régimen o tinglado es el tipo de gente con el que te hacen empatizar y hasta simpatizar. Rubiales es un ejemplo. Es imposible no ponerse en su lugar, incluso sabiendo que se levantaba casi un millón de euros. Difícil no reparar, por ejemplo, en que la culpabilidad la llevaba ya escrita en la cara. El rostro eslavopornográfico de Rubiales tiene un problema. Sus facciones le culpabilizan. Si hubiera tenido otra pinta, su piquito hubiera sido visto de otra forma (¿cuántas veces lo han emitido en bucle?). Pero hay algo lombrosiano en él, como si lo hubiera pintado Ibáñez, que ponía esa cara a los matones de sus historietas. También por eso fue importante la aparición de la madre.
Las madres son las grandes ganadoras del feminismo. Cuanto más feminismo hay, más importante es la madre. Son como el crucifijo para los vampiros. Deberíamos llevar todos en la cartera una estampita de la Virgen con el Niño y enseñársela a las feministas, como agua bendita en el exorcismo.
El vínculo madre-hijo es la raíz de todo y lo volvimos a sentir al ver a su madre meterse en la Iglesia. ¿Dónde si no? En el telediario llamaban el otro día «refugio climático» al lugar donde se va a disfrutar del aire acondicionado. Eso es una Iglesia actualmente, un refugio climático.
Verla surtió efecto. Comprobamos que Rubiales no tiene sus rasgos porque sea hombre, malo o machista. Los heredó de su señora madre. De pronto lo imaginamos de bebé en las rodillas de su progenitora, amantísima como una madonna. Y todo se hizo inocencia.