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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Patadas a la policía

8 de febrero de 2021

Si escribiera en otro medio o saliese en La Sexta, tendría que dar, cual intrépido reportero, la noticia bomba [vaya con la expresión] de que en la campaña electoral catalana están ejerciendo una violencia bochornosa contra Vox. O incluso incurrir en eso tan melancólico de tener que explicarle a Albano-Dante Fachín [sic] la gravedad de la situación. Entre los privilegios de escribir en La Gaceta figura no tener que constatar lo obvio como si fuese un scoop. Aquí todos ustedes saben lo que hay y lo que no hay (democracia libre en igualdad de condiciones, nada menos).

¿Alguien que suelta esas patadas furibundas puede recuperarse sin solución de continuidad para la vida cotidiana, esto es, para la vida civilizada?

Así que puedo fijarme más en lo más accesorio —en apariencia—. Que son esos chavales de Vic pegando con una impunidad que pasma patadas, puñetazos y pedradas a los furgones de la policía, sin contar esas palabrotas persistentes y putrefactas. Esas criaturas terminarán más tarde yéndose a sus casas y dando las buenas noches a sus padres y tal vez a sus abuelos y levantándose al día siguiente y teniendo que ganarse la vida en un trabajo o todavía estudiando como cualquier hijo de vecino. Pero con una mochila inmensa de odio y de falta de respeto a las instituciones a las espaldas. Pregunto: ¿alguien que suelta esas patadas furibundas puede recuperarse sin solución de continuidad para la vida cotidiana, esto es, para la vida civilizada?

La única solución para los furiosos de Vic sería que la policía no se dejase patear los furgones así de impunemente

Optimista como soy, creo que sí, pero —realista como también aspiro a ser— advierto que sólo con bastante ayuda externa. Esto lo veía William Shakespeare que, en un famoso monólogo de su Tomás Moro, subraya la idea de que es imposible que quien no respete la autoridad legítima pueda someterse a cualquier otra autoridad, paralela o sobrevenida.

La única solución para los furiosos de Vic sería que la policía no se dejase patear los furgones así de impunemente. Pocas veces se ve tan clara la condición benéfica, prácticamente caritativa, que puede tener un arreón dado a tiempo. Quiero decir que, si los Mossos indujeran en esa horda un mínimo respeto (a la democracia, a las ideas contrarias y, ya puestos, a las normas anti-Covid, pero también a la ley, a los mismos agentes de la autoridad y al decoro básico), podrían encaminarlos hacia una incorporación normal a la sociedad adulta. No corregir esos comportamientos implica abandonarlos a su suerte.

¿Cuántas detenciones ha habido? ¿Cuántas multas? ¿Quién pagará los desperfectos? ¿No ven los responsables de la Generalitat que en el acoso a Vox y a la policía son ellos los que quedan profundamente desautorizados, y que el daño a la larga es a su gente?

Por razones políticas, jurídicas y democráticas (todas juntas) no puede ser que la policía tenga que salir con el rabo entre las piernas de ningún rincón de España

Nadie podrá acusarme de que no me interesa la política, de que no amo la integridad de España en todas sus provincias o de que no tenga un vivo interés en el resultado de las elecciones catalanas, pero en esos muchachos enajenados vi algo todavía más peligroso y oscuro. Estaban en juego sus almas o, dicho en laico para que no se me despegue ningún lector, sus posibilidades de integrarse a una vida racional.

Por razones políticas, jurídicas y democráticas (todas juntas) no puede ser que la policía tenga que salir con el rabo entre las piernas de ningún rincón de España. Y todavía más, por las razones humanitarias más elementales, no se puede dejar que un puñado de jóvenes se despeñen por la cuesta abajo del salvajismo, la brutalidad más fanática y la falta de respeto a las normas de convivencia. Hay muchas responsabilidades y demasiadas complicidades por el camino, de nuevo políticas, educativas, familiares y, por supuesto, individuales e intransferibles; pero, al final, a la civilización la salva, como constató Spengler, un pelotón de soldados. Todavía estamos a tiempo de que la salve un puñado de policías que se hagan respetar un poco.

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