«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Pobre Francia

5 de marzo de 2024

Cuenta Jorge Verstrynge que siendo secretario general de Alianza Popular, allá por los albores del latrocinio que nos dieron, tuvo la ocasión de dirigirse unos segundos a Ronald Reagan. Éste se limitó a decirle que la URSS era un imperio maligno destinado a durar una eternidad. Siete años más tarde la Unión Soviética se desplomaba y daba comienzo el «fin de la Historia» —hoy agonizante, víctima de su éxito—. La anécdota tiene su moraleja maurrasiana. En política el cambio es norma y puede llegar a velocidades vertiginosas. Desesperar es una absoluta necedad. Y esto es válido para todos, también para nuestros vecinos del norte que, henchidos de «derechohumanismo», atraviesan la noche oscura desde hace más tiempo que nosotros.

El último clavo en el ataúd de la civilización francesa lo ha puesto el Senado de la République, que ha aprobado un proyecto de Ley para blindar constitucionalmente el derecho al aborto. Hubo 50 votos en contra, entre ellos, el de 22 mujeres. Dignísima minoría frente a los 348 senadores de los que se compone la cámara.

La República, hacedora del «niño del Templo», quiere garantizar que siga habiendo miles de ellos aunque, a diferencia del primero, esas vidas no terminarán a la edad de diez años, sino en el vientre de sus madres. Según las estadísticas, una de cada cinco criaturas es abortada en Francia y la cifra se mantiene estable desde hace tiempo. Elocuente muestra del fracaso demográfico y espiritual de eso que llamamos Occidente.

En el caso de nuestros vecinos, el aborto siempre ha sido promovido por gobiernos de signo contrario a la izquierda. La cosa empezó por la «ley Veil» de 1975. Se trató de un encargo que Valéry Giscard d’Estaing hizo a su ministra de Sanidad, Simone Veil. Por aquel entonces, interrumpir el embarazo era, en palabras de la ministra, «un drama»; un mal mayor dirigido a terminar con los abortos clandestinos.

Casi cincuenta años después, no es de extrañar que una especie de siniestro sosias político de Giscard, el gerontófilo Macron, quiera proteger el derecho al aborto. En primer lugar, porque es difícil esperar otra cosa del inventor de la Francia startup, enorme fumistería consistente en deconstruir lo poco que queda de nación y someterla a poderes, corporaciones y centros de decisión que tienen muy poco de francés. En segundo lugar, porque para seguir existiendo necesita fabricar un adversario involucionista (trumpista, putinista…) en materias que tienen mucho de simbólico y son bien acogidas por un público, eminentemente urbano, entregado a la política-espectáculo y a la conquista de nuevos «derechos»

No es cierto, como ha podido leerse en redes, que sólo Stéphane Ravier, representante del partido Reconquête, se opusiera a la inclusión del derecho al aborto en el texto constitucional. Lo que hizo fue proponer una moción que no tuvo ningún apoyo. Eso sí, corajudo, subió a la tribuna y tuvo tiempo de aconsejar a sus colegas del centro y la derecha no ceder ante una operación de agit-prop y chantaje promovida por la izquierda. Ésta «instrumentaliza los sobresaltos de la política americana», proclamó. 

Siendo verdad lo último, no lo es menos que el progresismo juega aquí el papel que se le tiene reservado en nuestras democracias liberales: el de perro guardián de esa visión mercachifle y deshumanizada de la existencia promovida por unas élites psicopáticas. Una existencia donde la relación que mantenemos con el trabajo, y el ocio, hace que tener hijos sea percibido como un estorbo para nuestras aspiraciones laborales o nuestra calidad de vida. Una vida que sólo merece ser vivida «a tope» si se consagra a la producción y al consumo en mi startup Nation. El «yo» como principio y fin de todo. Hasta que Putin nos mande un Kinzhal, o tres.

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