Sé bien que las elecciones no están diseñadas para elegir al mejor, sino para sustituir al que ocupa el poder o renovarle la confianza, en función de las alternativas que están presentes en las urnas en un momento determinado. También sé que la democracia no está diseñada para mejorar a las personas, y que hay personas perfectamente demócratas cuya moralidad personal deja mucho que desear; también sé que en las democracias y en las dictaduras la proporción de golfos es bastante parecida, como lo atestiguan las respectivas poblaciones penitenciarias. Y porque sé todo eso tengo una resistencia profesional instintiva a tratar con argumentos morales los asuntos políticos, que durante decenios han sido mi especialidad.Por eso me molesta, hasta llegar a veces a irritarme, ese periodismo “político” que trata de explicarse los procesos y las situaciones en función de criterios morales o sentimentales. Me irrita, por ejemplo, que un gobernante que ha cometido un error grave trate de justificarse diciendo que hizo un gran esfuerzo por hacer las cosas bien, o que está sinceramente conmovido ante las lamentables consecuencias de lo que hizo. No son –no deberían ser– relevantes ni los esfuerzos del mal político por ser un buen político ni sus sentimientos lacrimógenos ante sus errores. Un mal político no diré que merece ir a la cárcel (a no ser que haya delinquido, como es natural), sino que merece irse a su casa y mantenerse para siempre lejos de la administración de un céntimo de dinero público.Pero ahora España vive una situación política tan podrida, que no hay más remedio que apelar a argumentos morales para explicársela; porque ya dejó dicho Alexis de Tocqueville que ningún sistema democrático puede mantenerse ni funcionar si no existe un amplio consenso social sobre algunas, muy pocas, cuestiones morales básicas, pues sin ellas no es posible elaborar un código penal digno de este nombre, ni distinguir las buenas de las malas prácticas médicas, bancarias o forenses, ni sostener un elemento inmaterial indispensable como es la confianza para que pueda funcionar la economía ni ningún otro aspecto de la convivencia civil.Hoy, en España, nos horrorizamos ante la tortura, pero la ley protege el descuartizamiento de individuos humanos inocentes sólo porque aún no han nacido. Gastamos cantidades enormes de dinero para rescatar al último sepultado en un derrumbamiento mientras exista la menor sospecha de que está vivo, pero trabajamos para que la ley permita quitar de en medio a ancianos, enfermos crónicos o discapacitados severos por lo cara que resulta su atención. Hemos perdido la brújula en cuestiones morales básicas. Y acabaremos pagando la factura. Inexorablemente.