«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Licenciada en Periodismo por la Universidad CEU San Pablo y Máster en Periodismo de Agencia por la Universidad Rey Juan Carlos. Tras casi una década en el Grupo Intereconomía (La Gaceta, Intereconomía TV y Semanario Alba), es ahora jefa de Prensa del Grupo Parlamentario VOX en el Congreso de los Diputados.
Licenciada en Periodismo por la Universidad CEU San Pablo y Máster en Periodismo de Agencia por la Universidad Rey Juan Carlos. Tras casi una década en el Grupo Intereconomía (La Gaceta, Intereconomía TV y Semanario Alba), es ahora jefa de Prensa del Grupo Parlamentario VOX en el Congreso de los Diputados.

Propósitos de año nuevo

1 de enero de 2024

Quince metros y cinco minutos de su tiempo les separaban de ser personas o ser gentuza. Y eligieron lo segundo. Les cuento:

Mi padre (76 años) se encaminaba a Ciudad Universitaria para su paseo diario. A la altura de una parada de autobús tropezó con un bordillo y cayó al suelo. Golpetazo, heridas en la nariz y la frente (alguna también en su orgullo, que él de anciano no tiene nada) y algo de dolor en el costado izquierdo, con el que paró la caída. No tardó mucho en levantarse. Tampoco en cerciorarse de que no había lesiones de gravedad (la sangre en la frente se la encontraría mi madre cuando apareció de nuevo en casa) y que, por tanto, se seguía con el paseo. Hasta aquí, escena rutinaria, con poco o nada reseñable.

La noticia estaba al otro lado de la calle, en la acera opuesta a la de la caída de mi padre. Dos individuos —no sé si jóvenes o mayores, si vecinos o no del barrio, si los dos hombres, las dos mujeres o mujer y hombre…da igual—, dos testigos de la caída observaron el tropezón, la puesta en pie de mi padre, su breve análisis de situación… y no hicieron ni dijeron nada. Recorrer quince metros y pronunciar un «¿está usted bien?»; «¿necesita algo?»; «¿quiere que llamemos a alguien?» os habrían convertido en personas. Pero elegisteis ser gentuza. Os lo digo con un despectivo tuteo sólo por fastidiar pero sabiendo, en realidad, que nunca leeréis estas líneas, porque vosotros no leéis La Gaceta. De hacerlo, jamás os habríais comportado así. Lo que pasa es que servís de gancho, de negativa inspiración para la columna que el capricho del calendario me ha colocado en 1 de enero.

El 1 de enero es tan mal día como cualquier otro para hacer una lista de propósitos pero, si hemos sido capaces de sucumbir al peor nombre comercial de la historia (viernes negro) para hacer compras… ¿por qué no dedicar unos minutos de este 1 de enero de 2024 a pensar en los 365 días del año? Y me permito, abusando de su confianza y de la bondad del director de este diario, compartir algunas de mis reflexiones.

La primera: no seamos gentuza. No lo seamos a gran escala, pero tampoco en la pequeña. ¿Por qué no sonreír algo más? ¿Dejar pasar al que está detrás de nosotros en la cola del supermercado para pagar una simple botellita de agua, en lugar de hacerle esperar a que pasemos nuestro carro con la compra de la semana? ¿Dar un beso de buenos días y de buenas noches a quien tengamos cerca, por muy temprano que sea o por muy mal que hayan ido las cosas en el trabajo? Y de ahí, vamos a la segunda reflexión.

Pensemos en grande. No permitamos que lo mundano nos atrape más de lo estrictamente necesario. Miremos más al horizonte y menos al móvil. Situémonos ante los problemas en el peor de los escenarios para sorprendernos descubriendo que, salvo contadas ocasiones en las que sí hemos de preocuparnos, ni siquiera en el peor de los casos, la cosa es para tanto. No, al menos, como para vivir malhumorado; como para contestar con cajas destempladas a la madre que te llama para preguntarte qué tal el día, al marido que llega a casa o a la hermana que te pide ese teléfono que necesita y sigues sin pasarle. Porque, y llegamos a la tercera reflexión, la vida, en realidad, es eso. La vida es lo emocional; son los afectos, los recuerdos, las alegrías y los sufrimientos compartidos, las dificultades superadas, las vacaciones —austeras u opulentas, da igual—, repasar fotos y volver al sonido del mar, al olor a salitre, al paseo por el monte.

Y, si de pensar en grande se trata, seamos conscientes de que todo esto —2024 o 2050, qué más da— es, en realidad un camino para algo más grande. Si tiene usted la suerte de tener fe, ya sabe de qué hablamos. Que este valle de lágrimas (y de alegrías) es sólo un puntito, una milésima de segundo en toda una eternidad. Si (todavía) no cree en esto del Cielo, sabrá también que hay algo mucho más importante que nuestro paso por el mundo; y ese algo es el recuerdo que dejamos. ¿Qué vamos a enseñar a los nuestros? ¿Qué recordarán de nosotros? ¿Qué carta, qué regalo, qué aprendizaje o qué ejemplo les habremos dado? Pensemos en grande y, por tanto (llegamos a la cuarta reflexión), leamos.

Pero no sólo los periódicos ni las alertas con las que nos satura el móvil. No sólo de redes sociales vive el hombre; ni de mensajes de WhatsApp. Recuperemos los libros, amigos eternos que nos enseñan a pensar; nos llevan de viaje; nos hacen llorar y reír… Leamos, desde Dumas hasta Machado; de Julio Verne a Chesterton. Leamos El Conde de Montecristo y 1984, que de los dos aprenderemos. Leamos y releamos el If de Kipling en lugar de los libros de autoayuda y, si gustan, lean el Evangelio del día, y no sólo el de los domingos. Les ayudará a recordar que, por mucho que pase, en realidad no pasa nada. Y les advertirá, de vez en cuando, de que no es lo mismo ser persona que ser gentuza. Y ahí, ya cada uno con su conciencia.

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