«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Rostro emblemático de Intereconomía Televisión, al frente de programas como El Gato al Agua o Dando Caña, ha dirigido informativos en TVE, RNE, Antena 3 TV y Onda Cero Radio. Fue corresponsal de RNE en Londres. Ha escrito para Diario de Barcelona, Interviú, La Vanguardia, ABC, ÉPOCA y La Gaceta y ha publicado el libro 'Prisionero en Cuba'. Ha recibido cuatro Antenas de Oro, el Micrófono de Oro, la Antena de Plata de Madrid, el Micrófono de Plata de Murcia, el Premio Zapping de Cataluña y el Premio Ciudad de Tarazona.
Rostro emblemático de Intereconomía Televisión, al frente de programas como El Gato al Agua o Dando Caña, ha dirigido informativos en TVE, RNE, Antena 3 TV y Onda Cero Radio. Fue corresponsal de RNE en Londres. Ha escrito para Diario de Barcelona, Interviú, La Vanguardia, ABC, ÉPOCA y La Gaceta y ha publicado el libro 'Prisionero en Cuba'. Ha recibido cuatro Antenas de Oro, el Micrófono de Oro, la Antena de Plata de Madrid, el Micrófono de Plata de Murcia, el Premio Zapping de Cataluña y el Premio Ciudad de Tarazona.

El Rey no es un golpista

10 de abril de 2014

La ha liado buena Pilar Urbano con su libro “La gran desmemoria”, interpretado por algunos como una acusación directa a don Juan Carlos de estar tras algunas de las maniobras que rodearon el intento de golpe de estado de 1981. La afirmación, sin embargo, no es nueva. Ya el historiador Jesús Palacios apuntaba esa posibilidad en su “23 F: el Rey y su secreto”.

Ante el revuelo generado, la autora se ha apresurado a explicar que el Monarca no apoyó la entrada de Tejero en el Congreso, aunque sí fomentó movimientos para sustituir a Adolfo Suárez y montar un gobierno de concentración en lo que posteriormente sería bautizado como “Operación Armada”.

La maniobra culminaría finalmente con la elección de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo presidente, abandonando así la idea de colocar al frente del gobierno a Alfonso Armada. El general, al verse desplazado de tal responsabilidad, llevaría a cabo sus planes, empujando a Tejero a secuestrar la voluntad popular con la pretensión de imponer, como solución, el ejecutivo multicolor que él mismo encabezaría. La negativa del teniente coronel golpista a aceptar la entrada de comunistas en el nuevo gobierno y la firmeza de don Juan Carlos de mantener la legalidad constitucional, darían al traste con la asonada.

De ser cierta esta versión, el único recelo que en algunos puede anidar es la especulación de si el Rey pudiera haber alimentado una solución al estilo de la “Operación De Gaulle”. Aquella fue una maniobra militar, planificada en 1958 por el ejército francés, para tomar París y forzar la vuelta al poder de Charles De Gaulle, ante la inestabilidad política reinante y la división generada por la guerra de Argelia. El temor a una confrontación marcada por la fuerza de las armas, llevó a una solución política con el nombramiento de De Gaulle al frente de un gobierno de salvación nacional.

Las especiales circunstancias que se vivían en España a finales de los setenta y principios de los ochenta están en los orígenes de un intento de solución similar, mediante un golpe de timón desde el propio sistema para corregir los problemas del momento, pero sin pretender la vuelta a un régimen dictatorial.

La descomposición de la UCD, la pérdida de liderazgo de Suárez, la ansiedad del PSOE de llegar al poder, la fractura fomentada por los nacionalistas y la sangrienta barbarie del terrorismo etarra, habían puesto al país en una situación de crisis. El temor a que tal nivel de degradación provocase una respuesta violenta en determinados círculos militares o en los sectores más reaccionarios, provocó la búsqueda de una solución que garantizase el control de Estado, pero sin provocar una involución.

Y es en este punto donde la Historia acabará haciendo justicia a don Juan Carlos como garante de la normalidad democrática. Un único gesto por su parte, en esa inquietante noche de los transistores, hubiera bastado para cambiar el curso de los hechos. En las salas de banderas se esperaba una orden del comandante en jefe para poner en marcha la maquinaria de lo que muchos consideraban la única solución a los males que desangraban el país.

 

Y el jefe del estado, con uniforme de capitán general de los ejércitos, dio la orden. La de mantener la legalidad constitucional. Y eso no es una historia. Es Historia.

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