Esta persona vive en la calle. Es española, trabajó en el pasado, pero, desde la pandemia, las cartas le han venido bastante mal dadas. De la precariedad a la pobreza y de la pobreza a un banco o al asiento de una parada de autobús. Le faltan años de cotización, pero también un drama que dé bien en las cámaras y las redes sociales. Tiene cara de buena gente y suele sonreír. Trata de vestir con decoro, pero la marginalidad le va pasando factura: zapatos algo rotos, los bordes de la ropa deshilachados, las mismas prendas todos los días. No haré sangre hablando de olores y de suciedad. Es lo que se llama, con un eufemismo terrible, «situación de calle». Ustedes ya pueden imaginarse el resto.
Pueden imaginarse el caso porque han visto muchas desgracias así. No sólo le falta el dinero, sino también un relato a la moda. A esta persona, que no parece pobre salvo que se mire bien, le piden el empadronamiento para «acceder a recursos», pero no tiene domicilio. Tampoco conoce las artimañas del fraude. Tiene familia, pero no sabe nada de ellos. Los amigos tratan de ayudar —una habitación de pensión, las comidas en los sitios, algún dinerillo— pero no basta. La visita a la trabajadora social fue tan desoladora que se la ahorro a ustedes: no le corresponde casi nada y lo poco a lo que podría aspirar tarda mucho en tramitarse y, ya lo he dicho, requiere de empadronamiento. Cuando vi el papel que le dieron —un croquis de laberinto burocrático— sentí deseos de comprarme un lanzallamas.
Los españoles empobrecidos, la clase media venida a menos en su propio país, son como un familiar a quien se aprecia, pero de quien nadie habla. Jamás imaginaron que se verían durmiendo en un portal o en un cajero. Nunca pensaron que necesitarían la caridad para comprarse un par de zapatos. Por no saber, no saben ni los trucos que otros dominan desde el primer momento. Tampoco se despliegan para ellos los medios públicos extraordinarios con que otros cuentan. En una sociedad tan desigual, parece que también hay pobrezas de primera y pobrezas de segunda.
Esta persona se aferra a una dignidad que la calle le intenta arrebatar cada noche. Devorada poco a poco, ve cómo los amigos y conocidos se van alejando. Ya está devastada psicológicamente. Casi nadie le dirige la palabra. En realidad, se está volviendo invisible. Le va costando cada vez más relacionarse a medida que las circunstancias que la condujeron a la calle (la injusticia, la pérdida de oportunidades, la vida) se revuelven en su contra. Aunque bien mirado, no se sabe qué es mejor. Cuando cuenta su historia, nunca faltan el paternalismo ni la culpa, ya saben, es que tú deberías haber hecho esto o lo otro, tu mala cabeza…
Luego yo miro a nuestro alrededor y pienso que para mala cabeza, la nuestra. Esta persona no tiene adonde ir. Es de aquí. No tiene otro país al que regresar. No está ya en condiciones de emigrar —ya lo intentó y salió mal— ni tampoco tendría por qué marcharse de su tierra. Duerme sola por los rincones de la capital de España.
Que esta persona —experiencia laboral, varios idiomas además del español— esté viviendo así dice mucho de sus errores y de sus fracasos, pero dice muchísimo de nuestra sociedad, porque esto es lo que se le ofrece a quien atraviesa un bache: burocracia, desprecio y un tramo de acera. No insistiré en la obviedad de que todo ser humano merece ayuda, pero sí subrayaré que a esta persona ese universalismo no la saca de la calle.
Se trata de alguien que no quiere dar pena, pero a quien la calle está triturando. No es fotogénica ni sirve para que nadie se reconforte pensando cuán solidarios somos. No puede contar con su familia, pero aún le quedan amigos y le queda el pueblo español, su pueblo, algunos de cuyos hijos —tan seres humanos como el resto— duermen en la calle.
Ese pueblo es su única esperanza y eso debería significar algo.