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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Sobre la violencia política

8 de diciembre de 2022

Los grandes maestros de esta siniestra disciplina han sido los comunistas, los nazis y, en general, sus antecesores. Si nos remontamos a la Revolución Francesa –y no olvidemos la fascinación que Robespierre sigue despertando en todos los totalitarios– el gran instrumento empleado para imponer el orden revolucionario fue el Terror. A las matanzas de «aristócratas» siguieron guerras de exterminio como las emprendidas contra La Vendée (1793-1796) y contra los chuanes en Bretaña (1794-1800). La sombra del terror revolucionario siguió guiando a los anarquistas y los comunistas que aspiraban a cambiar el mundo a base de bombas y matanzas. 

Hace pocos días se conmemoraba el Holodomor, cuya terrible realidad aún niegan los comunistas. Los muertos de la Gran Hambruna de Mao se cuentan por decenas de millones. El régimen de Maduro en Venezuela sigue condenando a la inanición a su propio pueblo. Allí donde llegan al poder, los comunistas son garantía de pobreza, represión y fractura, todas ellas logradas gracias a la violencia política que ejercen contra sus opositores. Nada representa mejor esa ideología que las prisiones, las celdas y las fosas como las que pueden verse, respectivamente, en la prisión de Patarei (Tallin, Estonia) o en el Cementerio de los Mártires de Paracuellos del Jarama.

Los movimientos guerrilleros y las organizaciones terroristas desde Cuba hasta la Argentina no surgieron de la nada

Naturalmente, lo que no logra el hambre pueden lograrlo las guerras de invasión, ahí está la que desencadenaron juntos la Alemania nazi y la Unión Soviética contra Polonia en 1939, o las guerras civiles como la que asoló España o las que han desgarrado tantos países de Hispanoamérica. Recuerdo el libro de Juan Bautista «Tata» Yofre, titulado Fue Cuba: La infiltración cubano-soviética que dio origen a la violencia subversiva en Latinoamérica (Sudamericana, 2014). Allí cuenta el historiador argentino cómo los servicios de inteligencia cubanos organizaron una operación para entrenar a comunistas que después exportarían la revolución a sus países natales. Los movimientos guerrilleros y las organizaciones terroristas desde Cuba hasta la Argentina no surgieron de la nada. A ambos lados del Atlántico, los comunistas deberían mirarse a sí mismos antes de hablar de violencia política. 

En la España contemporánea, es imposible hablar de la violencia política sin mencionar a la ETA y al GRAPO. Desde el llamado «rock radical vasco» hasta la exaltación de la figura del «Camarada Arenas», la violencia política forma parte del imaginario de una izquierda española que no sólo no se avergüenza de ella, sino que la exalta. ¿Quién trajo a España los escraches? ¿Quién rodeó el Congreso de los Diputados? ¿Quién se sienta con los nostálgicos de ETA? ¿Quién daba conferencias en «herriko tabernas»?

No sólo han defendido la violencia política. La han ejercido y han aplaudido que otros, por ejemplo, los nacionalistas vascos y catalanes, hiciesen lo propio. A los militantes de Vox los han acosado, insultado, golpeado y hasta apedreado. Les han volcado mesas y les han reventado actos públicos. Nadie les pidió jamás disculpas. Nadie se escandalizó. En general, esas agresiones quedaron impunes.

El espectro de los delincuentes que gozan de las simpatías de los comunistas es amplísimo

Además de ejercerla, los gobiernos comunistas (y los participados por ellos) crean las condiciones políticas, económicas y sociales para que esa violencia política estalle y se extienda. Desde los «okupas» hasta los que asaltan capillas, el espectro de los delincuentes que gozan de las simpatías de los comunistas es amplísimo y no hace sino crecer. El listado de los beneficiarios de sus políticas ya incluye no sólo a los sediciosos y a los terroristas, sino también a violadores. Se dirá que no todos esos beneficios son deliberados y que, en el último caso, ha primado la incompetencia sobre la maldad. Quizás sea cierto, pero eso no los disculpa: en lugar de corregir, han persistido en el error y arrojado, una vez más, el bumerán de las acusaciones de fascistas. Esta vez el objetivo del insulto han sido los jueces.

Podríamos analizar el empobrecimiento creciente y acelerado de las clases medias en España desde sus causas políticas –por ejemplo, la imposición de la Agenda 2030 y la asfixia tributaria– y desde sus consecuencias (paro, precariedad laboral, pobreza), pero en ambos casos terminaremos en la violencia política que ya padecen, por ejemplo, los vecinos de Barcelona que sufren a diario la delincuencia de ciertos menores a los que no se puede aludir. En la medida en que esa violencia es consecuencia de ciertas políticas municipales, autonómicas, nacionales y globales, no me parece forzado incardinarlas en la categoría de «violencia política». A fin de cuentas, para algunos, también lo es recordar la mediocridad de quien ocupa una cartera ministerial.

En estas estamos. La extensión de los conceptos, la hipertrofia de las categorías y, en general, la tergiversación del lenguaje que la izquierda necesita para imponer sus marcos nos termina llevando a que sólo se considere violencia política lo que ella pretende que lo sea. Lo demás será «protesta», «libertad de expresión» o «gimnasia revolucionaria». 

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