Una de las consecuencias más tristes de estos terribles siete años de crisis económica es que los españoles nos hemos vuelto tacaños. Como si fuéramos franceses, nos ha dado por no gastar más que en lo imprescindible y, en consecuencia, vamos de pobres por la vida. Así, durante estas fiestas navideñas, mientras las macro-tiendas y los grandes almacenes se han forrado multiplicando sus ventas, han vuelto a echar las persianas algunos comercios tradicionales de los que habían podido resistir cien años manteniendo a una familia.
Las pruebas de nuestra actual tacañería se hacen visibles con ejemplos cotidianos. Ahora huimos de los limpia-cristales que quieren enjabonar nuestro parabrisas y aceleramos el coche para que no nos lo ensucien más de lo que estaba. No damos tampoco ni un céntimo a esos payasos o malabaristas que nos divertían en los semáforos con sus piruetas o juegos de bolas antes de que la luz se pusieran en verde. A la salida de la iglesia, huimos del mendigo o del pedigüeño que quiere un aguinaldo. Incluso nos olvidamos de los parientes lejanos a los que antes recordábamos con algún pequeño regalo en Navidad o en día de Reyes.
La causa de todos estos ahorros impopulares se debe a que, quien más quien menos, los españoles de clases medias necesitamos esos doce o quince euros para llegar al fin de semana y tomar, en el campo, un bocadillo de patatas con nuestros familiares. Esa triste situación nos hace recordar al ilustre hidalgo de “El Lazarillo de Tormes” que sale de su ruinosa casa con un mondadientes para fingir que ha comido cuando se está muriendo de hambre. O al mismísimo ciego, que se toma las uvas de tres en tres convencido de que el lazarillo arrambla del racimo cuanto puede…”y callaba”.
Sometidos como estamos a la nueva penuria de nuestra decadencia, quienes habían vivido relativamente bien en pasadas épocas (comerciantes, funcionarios, profesores, etc..) Se ven en la obligación de deslocalizar sus tiendas, para llevarlas a un barrio con los alquileres más baratos, guardar la paga extraordinaria para asegurarse de poder superar la cuesta de Enero o poner letreros de “Se dan clases particulares de inglés o de matemáticas” por si algún futuro político español quiere parecer menos ignorante o entender de economía lo suficiente como para que cuadren las cuentas del 2015.
Ni Montoro ni de Guindos hacen las cifras de esta micro-economía del nuevo pobre que se ha trasladado del buen pasar a pasarlas canutas. Del que ahora camina hasta el hospital cuando antes dejaba el coche en el garaje público, el que por sorpresa llevaba a su mujer “un ramito de violetas” tras treinta años de matrimonio o pensaba, justamente por Navidad, en unas vacaciones en Formentera, para que pudieran llegar a disfrutar de un segundo verano sus hijos o sus nietos.
Otros mundos, otros sueños, han sido cercenados con la cruda realidad de esta gran “economía” de las diecisiete castas autonómicas, los gastos de viajes del Congreso y los mil despilfarros desde cambios de muebles en los despachos a comilonas que se permiten los heroicos defensores de una casta que sueña con perpetuarse en el poder con la bandera de la prima de riesgo y del 1’0 de aumento salarial.
No es eso lo que pedimos, sino recuperar nuestro pasado bienestar. Los primeros que están obligados a no ser tacaños son nuestros gobernantes, a quienes les sobran los medios para atajar la penuria pública. Se predica con el ejemplo y los españoles odiamos ser tacaños gracias a nuestro señorío histórico. Queremos recuperar el don de la mejor tradición histórica: la caridad con los afligidos (no la “solidaridad”, que es palabra política desgastada y mentirosa) y la generosidad con nuestros iguales.
Si esas señas de identidad no se logran recuperar ¿cómo vamos a creer que somos ciudadanos y no súbditos?
Y esa es precisamente la cuestión: los ciudadanos sí votan. Los súbditos, no.