«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Ultraderecha y democracia liberal

19 de diciembre de 2023

Leo que los franceses ya no ven a la ultraderecha como una amenaza para la democracia. Esto, según un sondeo difundido por Le Monde y Franceinfo. Un tercio de los votantes en el país vecino es inmune a la demonización que el sistema lleva ejerciendo décadas sobre las marcas electorales relacionadas con la familia Le Pen. La estadística no ha debido de moverse mucho desde 2014, annus horribilis del mundialismo y año 0 del soberanismo para el gran público. Aquellos tiempos fueron los del gran despertar para muchos. En el Hexágono, la publicación de libros como El suicidio francés, de Éric Zemmour, o el de signo contrario: Incorrecto: peor que la izquierda bohemio-burguesa, la derecha de las mentiras, de Aymeric Caron, presagiaban un cambio de aires. Después vinieron el Brexit y la victoria de Donald Trump. 

A pesar de tener «todos los indicadores en verde», como le gustaba decir a Marine Le Pen por aquel entonces, y de llevar al partido por segunda vez en su historia a la segunda vuelta electoral durante unos comicios presidenciales (los del año 2017), el Frente Nacional no pudo vencer a En Marche!, formación sistémicamente perfecta encabezada por el banquero de inversión Emmanuel Macron. De nuevo, en palabras de su antiguo jefe, David de Rothschild, se cumplía esa tradición tan «de la casa» —del banco— «de ponerse a disposición de la República». La primera vez fue con Pompidou, que inaugura, después de los treinta años gloriosos, los cincuenta años mediocres que terminaron con la crisis del COVID.

No lo tuvo fácil el FN en 2017. Desde el Gran Oriente y la Gran Logia Nacional de Francia —¡oh, el complot!—, pasando por algunos de los líderes empresariales más vistosos del CAC40; los sindicatos; la liga contra el racismo y el antisemitismo; las viejas crisálidas de la izquierda sesentayochista que han completado su metamorfosis al liberal-libertarismo; las presentadoras de televisión; el mundo de la cultura; los filósofos de guardia; la práctica totalidad de los medios de comunicación, y hasta Libertad Digital dentro de nuestras fronteras, hicieron campaña por Macron, el «Mozart de las finanzas» que, en el fondo, siempre fue el Luis Cobos de Klaus Schwab y el protegido de Jacques Attali (apóstol de un futuro neofeudal inquietante, quizá el tercer estadio de las democracias de Postdam). 

Si hago referencia al año 2017 y no a las últimas elecciones presidenciales francesas que tuvieron lugar hace poco más de un año y medio es porque el Frente Nacional, hoy rebautizado como Agrupación Nacional, fue uno de los últimos partidos europeos con respaldo social en proponer una alternativa soberanista tangible frente a la disgregación y el caos generado por el «fin de la Historia». A los franceses se les habló como adultos —fórmula licúa liberales— sobre los riesgos que entrañaba su pertenencia a la Unión Europea y sobre otros asuntos, ya clásicos, como son los relativos a la inmigración y la delincuencia provocada por una racaille que reniega, quizá con razón, de esos fantasmagóricos «valores republicanos» idénticos a los de un Occidente al que se respeta cada vez menos.

El tándem Florian Philippot-Marine Le Pen, a pesar de la menor brillantez de la última si la comparamos con su padre —espléndido y valiente animal político— proporcionó algo de ilusión el tiempo que dura una campaña electoral. Todo acabó con Marine celebrando su derrota, con aires de verbena, al ritmo de Jean-Jacques Goldman. Ganó la Francia startup, la República de los amiguetes de la consultora McKinsey, y en Estrasburgo respiraron aliviados. Y lo harán durante bastantes más años. 

Es seguro que Agrupación Nacional acabará heredando el «bebé muerto de la República» (Alain Soral). El problema es saber a qué precio lo hará. Si es asumiendo el papel de meros depositarios de la gestión de la crisis migratoria y el problema securitario, renunciando a otros debates legítimos —por ejemplo, el Frexit o su tradicional entente con Rusia—, seguirán fracasando en su misión de resucitar una cierta idea de Francia. Se adaptarían al consenso, se convertirían en cómplices del ethos cambiante, caótico, del orden nacido después de la Segunda Guerra Mundial. 

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