«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

1995-1998, las andanzas de un Buitre en México

La reciente marcha de importantes futbolistas -Iniesta, Cristiano, Torres- nos recuerda a otro grande que hace más de dos décadas abandonó España para jugar en el Estado mexicano de Guanajuato. Su nombre, Emilio Butragueño.

Uno cae en la cuenta de que -pese la profusión de vídeos, signo de nuestra época- ya pasaron demasiados años y es necesario explicar las virtudes de este prodigioso delantero capaz de dar nombre a la quinta más talentosa emergida en varios decenios. El Buitre se movía con enorme elegancia sobre el campo, acechaba las zonas de máximo peligro y usaba tan bien el cerebro que el planeta entero contenía la respiración cuando quedaba inmóvil dentro del área -como si alguien pulsara un botón de pausa-, el cuero pegado a sus pies y los defensas sin saber muy bien a qué atenerse. Y después, el mundo volvía a funcionar con un cambio de ritmo vertiginoso, con un movimiento súbito aborrecido por los zagueros. Ese frenazo, esa estatua colocada tan cerca de la meta, era sólo la calma que precedía a un temporal capaz de quebrar caderas y destrozar las más elaboradas tácticas.

El fútbol de Emilio, siempre distinguido, olía tan bien como los establecimientos regentados por su familia. Perfumerías Butragueño. José María García dijo que este delantero descomunal había nacido de pie y la suerte era su amiga, pero también le designó “jugador de otra galaxia” al verle capaz de exhibir una elaborada improvisación, filtrar balones geniales y hacer trabajar mucho a los jueces de línea. Lo último, porque el “siete” -heredero de Juanito, predecesor de Raúl- fue también irrefutable rey del demarque, muchas veces jugaba al filo del fuera de juego y todos sabemos que la vista no es capaz de contemplar de forma simultánea dos puntos separados en el espacio. Aun así, los abanderados de la cancha son a menudo admirables porque muestran un milagroso porcentaje de aciertos.

Antes de arribar al primer equipo, acaudilló las victorias heroicas de un Castilla acostumbrado a poner patas arriba el Bernabéu y hasta algunos -dada la racha no demasiado buena del Madrid- empezaban a decir que los mayores deberían llamarse “Castilla B”. Decimos Butragueño y nos viene a la cabeza un debut estelar en Cádiz con dos goles y visita posterior a Estudio Estadio para ser entrevistado junto a su padre, que estábamos empezando y todavía teníamos la vergüenza del adolescente; también recordamos la noche de la consagración (6-1 al Anderletch) y -cómo no- la tarde mexicana de Querétaro. Allí, octavos del Mundial 86, Butragueño hizo cuatro goles a los daneses y el aparato gubernamental coló un patético “vota PSOE” en la repetición del primero. Días después llegarían la jugada extragaláctica de Maradona, la eliminación a manos de los belgas pese a otro zurriagazo histórico de Señor y una nueva mayoría absoluta para Felipe, pero antes de eso el pueblo gritó “oa, oa, oa, el Buitre a la Moncloa” y nadie duda de que en realidad le hubieran preferido a él.

Emilio nunca cayó mal a los aficionados rivales pese a vestir de blanco, llevar el siete a la espalda y ser guapo, millonario y gran futbolista (entérate, Cristiano), porque además de todo eso era también un chico bueno e incapaz de recurrir a prácticas antideportivas. Muy al estilo de José Eulogio Gárate, jamás golpeaba a los contrarios y el banquillo merengue murió de risa cuando -milagro- realizó en el estadio de Sarriá una entrada bastante fuerte e impropia de su talante. El Buitre se mostraba humilde, cortés, y sólo le traicionaba el inconsciente cuando levantaba el índice después de los goles, como reconociendo de este modo su condición de número uno.

Quizá para compensar tanta caballerosidad y tal cara de querubín, el “siete” tuvo como socio a un delantero que mostraba formas muy distintas. Hugo Sánchez, terrible goleador y pichichi oficial de los ochenta, manejaba a la perfección el otro fútbol, dominaba el juego subterráneo y tenía pocos escrúpulos sobre la cancha. Enemigo declarado de los guardametas rivales, atormentó a Ezaki Badou (portero marroquí del Mallorca) con un permanente “saca, morito” cada vez que el bermellón debía poner la pelota en juego, pisó como un bellaco a Ablanedo para lograr la patada del asturiano con su correspondiente penalti más tarjeta roja, y algún árbitro se quejó de que pasaba el partido entero minando la paciencia y la moral de los colegiados. Hugo quiso retirarse en el Celaya (como Butragueño), perdió a un hijo hace casi cuatro años y algunas noches sueña que todavía juega al fútbol, a veces con la camiseta del Atlético de Madrid.

Era 1995 cuando la dirigencia del Celaya llamó al Santiago Bernabéu para tratar de comunicarse con Emilio. Se lo dijeron, y él -otra vez la educación- pidió al club que ofreciera su número personal a los mexicanos. A partir de ahí todo fue acoso y derribo, sonido continuo del teléfono y la propuesta disparatada de que el Buitre formara parte de aquella entidad deportiva creada sólo un año antes gracias a la compra del Atlético Cuernavaca -que disputaba la primera división “B”- y posterior fusión con Celeste de Celaya y Atlético Español. Superando en mucho las expectativas, el equipo había logrado el ascenso directo y hasta los ciudadanos locales aportaron efectivo para aumentar la capacidad del estadio y llegar al mínimo exigido por la federación del país.

Contra pronóstico, Butragueño terminó aceptando la oferta y se presentó ante los medios de Celaya en agosto del 95 mientras sostenía la novedosa camiseta blanca y azul. Pese a ser considerado jugador veterano -32 años-, su marcha tal vez supuso agitación más grande que la provocada por el reciente adiós de CR7, ante el que los aficionados merengues dan tremenda exhibición de desapego después de haberlo defendido con uñas y dientes durante temporadas.

Frente a lo que algunos pudieran pensar, el Buitre no llegó a México con la idea de jugar muy relajado y esgrimir después el pretexto obvio del exceso de veteranía. Al revés: como el trono del Bernabéu le fue arrebatado por el paso del tiempo (ese indeseable que siempre triunfa y jamás hace prisioneros), viajó a un mundo raro para seguir siendo el rey, quedarse tres años cuando la idea inicial era permanecer allí sólo uno y echarse a las espaldas el peso del equipo. Antes ya pasaron por el país jugadores españoles tan reconocibles como Pirri, Asensi o Idígoras, pero ninguno hizo historia tan de verdad como ese adulto con cara niño (o ese niño con actitudes y hechuras de adulto) llamado Emilio Butragueño.

Nada más llegar, supo que el gran objetivo era mantener la categoría y se topó con cierto partido en el Rico Pérez de Alicante frente a su Real Madrid. Le hizo poca gracia enfrentarse al club de toda la vida, pero asumió que era sólo un amistoso y no sentía estar causándole ningún daño. Los de Celaya dieron la cara y perdieron por dos a uno.
Después, el plantel encabezado por Emilio decidió desobedecer a la lógica, amotinarse contra el sentido común y reunir éxitos hasta encaramarse a la cuarta plaza al término de la temporada regular. Con ese logro, había obtenido la clasificación para competir por el título nacional. Así, Inició Celaya una nueva aventura con victoria sobre el Monterrey, eliminó en semifinales a los Tiburones Rojos de Veracruz (allí jugaría José María Bakero muy poco después) y llegó hasta la gran final contra el potente Necaxa, indiscutible favorito. Esta vez, el débil no pudo derrotar al gigante pese a que Butragueño tuvo en su coronilla el gol del éxtasis cuando el partido agonizaba.

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Míchel y Hugo Sánchez se incorporaron al Celaya en la 96/97 y aquello hacía presagiar éxitos aun mayores, pero el equipo sólo luchó por salvarse (lo consiguió) y no rentabilizó del todo la gran aportación de José Miguel González del Campo. Al terminar el campeonato, los dos compañeros del Buitre dejaron el fútbol en olor de multitudes mientras Emilio aportaría goles y asistencias un año más. Esta tercera temporada, sin ser tan brillante como la inicial, terminó con aceptable resultado.

Las deudas ahogaron al Atlético Celaya hasta provocar la desaparición del club en 2002; De esta forma, el destino dibujó un triste final y volvieron los gigantes a asumir la imagen y el giro tedioso de los molinos. Pero antes, cuando todo era posible, Emilio Butragueño y su equipo del Nuevo Mundo forjaron una historia futbolística en la frontera de lo imposible, allá donde sólo pelean los valientes.

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