La sentencia se ha cumplido: Alfie ha muerto. Ya está más allá de esos poderes de la tierra a los que su pequeño cuerpecito enfermo desafió durante días, y sin saber que su brevísima vida -¿cuál no lo es?- ha logrado mucho más que otras que se arrastran durante décadas anodinas.
Es costumbre hallar un efímero consuelo en decir de alguien fallecido en trágicas circunstancias que “su muerte no ha sido en vano”. Alfie podría decirlo más alto y más lejos que muchos, porque su angustiosa agonía en directo nos ha enseñado a todos los que hemos asistido a ella muchas cosas, algunas perturbadoras; otras, esperanzadoras.
Nos ha enseñado que en nuestra civilización occidental en decadencia -en la que se vive mejor de lo que nunca se ha vivido en la historia de la humanidad- los padres no deciden por sus hijos. Su opinión no cuenta ni para decidir que su hijo viva, porque nuestros hijos no son ya nuestros sino, como todos los demás, como nosotros mismos, criaturas a la merced de un Estado omnímodo que ya no deja ni el más pequeño resquicio natural a las autoridades naturales y a la autonomía del individuo.
Nos ha enseñado el alma negra, el revés oscuro, de este frío Leviatán burocrático; cómo el Estado del Bienestar, con todas sus bendiciones, tiene mucho de pacto fáustico, en el que firmamos, a cambio de seguridad y comodidad, la entrega de nuestra libertad. No se puede pedir al Estado que nos cuide de la cuna a la tumba sin darle el poder correspondiente, que quizá no siempre use en nuestro beneficio.
Nos ha enseñado también la fuerza de unos padres jovencísimos, cómo nunca podemos decir que no vale la pena luchar porque lo que tenemos enfrente es demasiado poderoso. Un matrimonio humilde y socialmente desdeñable -esto ha pesado en cómo se les ha tratado, no les quepa la menor duda-, con solo decir “no” a la tiranía suave y oculta, ha revolucionado el debate.
Pero personalmente a mí me ha enseñado otra cosa, una que casi puedo tocar pero que no podría demostrar en un tribunal; algo que me deja tanta certeza como impotencia para probarlo “más allá de toda duda razonable”.
Llamémoslo ‘preferencia por la muerte’.
Se ha insistido mucho en que el debate en torno al destino de Alfie Evans no podía simplificarse; que todas estas situaciones tienen miles de aristas, sutiles matices, incontables elementos a tener en cuenta que no son susceptibles de una rápida operación matemática. Que no es, en fin, elegir entre el blanco y el negro, sino entre gamas de grises de tonos a veces imperceptiblemente diferentes.
Es, en un sentido, muy cierto. Hay algo llamado ‘encarnizamiento terapéutico’, como también es de razón que los profesionales sanitarios sean los que están en mejor posición para apreciar las posibilidades de supervivencia o la probabilidad de sufrimiento sin salida, cuya única forma de mitigarlo supone acelerar el desenlace.
Y, sin embargo…
Sin embargo, no sé cómo acaba pasando, pero hay un bando, los que representan los fieles al dogma progresista de nuestros días, que en la duda siempre parecen decantarse por la muerte. Es algo que estremece, porque aunque procuran pertrecharse de razonamientos y datos, uno ve que lo primero que han advertido es que una de las opciones es la muerte, y razonamientos y datos han venido detrás, como arrastrados por esa atracción primaria.
En incontables discusiones en persona y online he comprobado eso, he leído u oído a mucha gente que incluso antes de contar con una información somera se decantaban por la muerte. Alfie tenía que morir, Alfie tenía que desaparecer, su caso ocultarse bajo la alfombra del acostumbrado silencio mediático.
Alfie era, a tantos efectos, un sacrificio de la nueva religión, el que tiene que morir para que viva un pueblo; o, en este caso, para que no se venga abajo un sistema que esconde su insondable miseria tras un rostro sonriente.
Fuente: Infovaticana