«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Argentina 78, el campeonato que NO amañó Videla

Si querían disputar la soñada final frente a Holanda, los anfitriones necesitaban vencer a Perú por cuatro goles de diferencia. Lo que el planeta contempló como una hazaña de proporciones épicas, iba después a oscurecerse con sospechas de tongo.

El verano ya había entregado en España su tarjeta de visita, pero la austral Argentina transitaba por un invierno rotundo, de bufanda y guantes obligatorios. Gauchito era la simpática mascota de aquel campeonato, Jorge Videla cumplía más de dos años en el poder y dicen que un gigantesco cóndor llegado desde el norte de América sobrevolaba las regiones más meridionales del continente. Seguimos con entusiasmo los veinticinco días de una competición a la que nos terminó de llevar la espinilla legendaria de Rubén Cano y de la que contribuyeron a sacarnos varios factores, no sólo el fallo de un gran futbolista llamado Julio Cardeñosa; luego, tras el enésimo chasco -fracaso presentido-, apoyamos a los locales porque resultaban demasiado familiares y porque esta misma postura adoptó una legión de emigrantes gallegos que antes había cubierto las gradas de cada cancha con enseñas rojigualdas. Y celebramos el triunfo como si nos correspondiera un pedazo.

Hasta Argentina arribaron dieciséis equipos que iban a dividirse en cuatro grupos; los clasificados en primer y segundo lugar compondrían otro par de liguillas y a la gran final irían los vencedores de cada una de ellas. Johan Cruyff no quiso acudir a la cita y eso motivó una leyenda muy happy según la cual el astro holandés tomaba tan radical decisión para protestar contra el Gobierno de Videla; frente a versiones blanqueadas,  la realidad es que el único motivo era comercial, publicitario, por negarse el “diez” más admirado del momento a vestir una camiseta de la marca Adidas. La única postura real contra el Régimen la adoptó el portero sueco Hellström, que decidió manifestarse junto a las madres de la Plaza de Mayo el día de la apertura.

La competición resultó bonita e interesante de verdad aunque ahora casi todos parezcan avergonzarse porque, según cuentan, fue utilizada como escaparate por los militares en el poder. Igual -añaden- que hizo Hitler con los Juegos Olímpicos de 1936 o Mussolini dos años antes, cuando Italia albergó un campeonato mundial de fútbol. Siendo cierto -¿y cómo podría ser de otra forma?-, es necesario puntualizar que cualquier régimen político aprovecha estos magnos eventos deportivos -ahora sí, acontecimientos planetarios- para mostrar al mundo entero bondades y capacidad organizativa. Todos: desde los democráticos hasta los comunistas (la Unión Soviética organizó unas Olimpiadas en 1980), pasando por la Alemania o la Italia de entreguerras. Con manifiesta inexistencia de pruebas, se acusa a Mussolini de comprar la victoria para su selección en 1934 sin pararse a pensar que aquel equipo no necesitaba artimañas y repetiría título en Francia cuatro años más tarde; el Régimen argentino también es señalado cuando la realidad, tozuda, muestra un plantel albiceleste repleto de futbolistas descomunales. ¿Qué se estaría diciendo si la selección de Kempes o Bertoni hubiera recibido ayudas arbitrales tan sonrojantes como las brindadas a España (1982) o a Corea del Sur cuatro lustros después?

En la primera fase, Argentina fue segunda tras Italia y por delante de Francia y Hungría. Las cuatro eran magníficas selecciones. De ahí pasó a un grupo diabólico formado por los locales más Brasil, Polonia y Perú, y donde se llegó a la última jornada con gran igualdad entre los dos grandes clásicos del fútbol sudamericano. Debía el equipo anfitrión derrotar a los peruanos por cuatro goles de diferencia y este partido muchos lo señalan como el del amaño. Desde un análisis honrado, sin partidismos ni adscripciones a la corriente general, trataremos de entender qué sucedió el 21 de junio de 1978 sobre la cancha de Rosario.

Contaba Perú con futbolistas alegres y talentosos que tres años antes se habían proclamado vencedores de la Copa América. Comenzaron bien el Mundial e incluso empataron sin goles frente a Holanda, futura subcampeona; sin embargo, la segunda fase resultó tan diferente que sólo conocieron la derrota y Brasil llegó a endosarles un incontestable tres-cero. Los peruanos llegaron a la última jornada sin ninguna posibilidad; por el contrario, el equipo anfitrión se jugaba la vida y era precisa una proeza.

Nadie podía discutir el tremendo potencial de Argentina. Integraban aquel plantel figuras tan consagradas como el “Pato” Fillol, Passarella, Tarantini, Daniel Bertoni (que tras el verano iba a convertirse en el fichaje más caro de la historia sevillista), Luque o, sobre todos, el “Matador” Mario Alberto Kempes. Entrenaba César Luis Menotti, ídolo de la nación tras el gran triunfo final y primer inquilino -casi una década después- del banquillo de Jesús Gil. En España, el técnico sudamericano nos descubrió que los espacios podían achicarse y así mostró a los rivales cómo de complicado era introducir el balón por el ojo de un aguja o hacer el amor dentro de un Simca 1000. El éxito consistía en acortarle el campo al enemigo y reducir huecos. Tipo listo e incontestable triunfador en la Argentina, hartó rápido a Gil con su costumbre de entrenar por las tardes y -suponemos- con ese rostro y esas palabras de filósofo desencantado. Sospecha: como te enganchara de madrugada en Toni 2 y empezara a darte la brasa verbal,  eras hombre muerto.

El loco ambiente convertía la heroicidad en algo factible. Poco antes del comienzo, recibió el vestuario peruano la inesperada y extraña visita de Jorge Videla. Acompañado de otras personas -entre las cuales se encontraba Henry Kissinger-, el mandatario leyó un breve discurso sobre la hermandad entre las dos naciones que iban a disputar el encuentro y deseó suerte a los muchachos. Hasta ahí.

Recordemos: Argentina debía ganar por cuatro goles de diferencia. Pero el partido arranca con tanta superioridad peruana que los franjirrojos parecen superar el entorno hostil, aparentan sentirse cómodos y estrellan un balón contra la parte interna (pero sin rebasar la línea) de la meta defendida por Fillol. Seamos honestos: demasiada puntería para tratarse de un tongo. La cosa cambia -como tantas veces en fútbol- cuando Kempes hace el primero a los veintiún minutos, y todavía es más decisiva la diana de Tarantini lograda justo antes del descanso. Medio encuentro consumido y la mitad del trabajo ya estaba hecho. Los números cuadraban. Salió el cuadro de Menotti desbocado a jugar la segunda parte y logró arrollar al rival: Kempes en el 48, Luque a los 50, Houseman -extremo, Atlético Huracán- a los 67 y Luque (otra vez) hacia el 72, completaron la proeza.

Aunque los primeros dedos acusadores señalaron a Ramón Quiroga, portero de la selección goleada pero de procedencia argentina, lo cierto es que en ninguno de los seis tantos se aprecian fallos llamativos del guardameta. Tan sólo el sexto arranca de un error funesto, pero no precisamente de Quiroga y cuando la clasificación estaba casi conseguida. Y es así por más que tonos musicales entre misteriosos y satánicos acompañen las imágenes del encuentro exhibidas por ciertos reportajes de investigación.

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Muchas son las teorías conspirativas, aunque sus ideólogos no aportan una sola prueba: que si el portero era argentino, que si hubo pacto entre los dos gobiernos al estar ambos compuestos por militares (también el del perjudicado Brasil, pero qué importa), que si se les entregaron miles de dólares a los futbolistas, que si al mes siguiente partió un cargamento gratuito de trigo desde Argentina hasta el Perú (y eso terminaría de explicar todo), que si a los jugadores locales se les administró droga -resulta absurdo, se supone que el partido ya estaba arreglado- y hasta se asocia el resultado final con la famosa Operación Cóndor. El vulgo, no obstante, suele aceptar inventos y lucubraciones como si fueran hechos incontestables.

Acabó el Mundial con Videla entregando la copa a sus compatriotas y en ello pensamos mientras vemos agonizar este campeonato de la Rusia de Putin que según los telediarios de Antena 3 y demás iba a ser de la violencia y el horror, pero aquí sólo mostraron horrores la selección de Fernando Hierro, los desafortunados actores del esperpento previo -Florentino, Lopetegui, Rubiales- y esos continuos “habían espacios”, “habían situaciones” o “habían jugadas” del comentarista José Antonio Camacho, por los cuales a veces se llega a desear que este torneo -esta tortura lingüística- llegue cuanto antes a su fin.

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