“Para volver al fuero no hay más remedio que desordenarlo todo, aunque la ley parezca injusticia y el orden, alteración”.
Gustaba el señor marqués de hacer cuanto le saliera de la entrepierna. Era hábito inveterado desde incontables generaciones. Robaba, asaltaba, violaba, trampeaba, estafaba… Nunca nadie le chistó. Un soborno aquí, un regalo allá, una amenaza en esta otra parte, y el señor marqués siempre quedaba impune. Volvía el feroz señorón de sus correrías y una buena parte de su pueblo le aclamaba, agradecido porque el señor marqués, rumboso, repartía con frecuencia las migajas del botín. Protegido por una sórdida coraza de pactos y componendas, el marqués aumentaba sus bienes y dominios. El propio rey, acobardado, aconsejaba prudencia y templanza, no fuera a irritarse el magnate ladrón. Tal era el orden de las cosas.
Así creció el señor marqués en osadía y audacia, cada vez más lejos en sus desmanes. Hasta que un día, en el colmo del atrevimiento, llegó a robar la manzana de oro del rey. Ni siquiera entonces pareció nadie conmoverse. “No me obligues a hacer lo que no quiero hacer”, gimió el rey por única respuesta. Pero era la manzana del rey, así que el guardián de las manzanas, protocolario, envió un alguacil. Y el alguacil, que no conocía de pactos y componendas, acudió al ecuentro del señor marqués.
Vio el alguacil al marqués. Interceptóle. Descabalgóle. Léyole el fuero. Apresóle y a galeras envióle. Y el estupor se adueñó del Reino.
Aullaba el señor marqués, amarrado al duro banco. Clamaban justicia los vasallos del señor marqués, heridos en su orgullo. Temblaban los cómplices del señor marqués, temerosos de que aflorara su propia podredumbre. Trémulo gemía incluso el rey, que había llegado a valorar más la satisfacción del conde que la propiedad de su manzana. Sólo el pueblo respiraba aliviado, pero ¿a quién le importaba el pueblo?
Convocó el rey al aguacil. “¿Es que no ves lo que has hecho?”, espetó el monarca al funcionario, entre atribulado e iracundo. “¡Estás poniendo en peligro el orden público! ¡Vas a hundir el Reino! ¡Eres un subversivo, un perturbador!”.
Miró el alguacil al monarca. Compuso una humilde reverencia y se limitó a exhibir el fuero. Llevaba la firma de Su Majestad. Carraspeó el alguacil y dijo: “Esta es la ley. Si la primera vez que el marqués la violó le hubierais amonestado, habría sido suficiente. Si la segunda vez que lo hizo le hubierais sancionado, habría habido mayor quebranto, pero también habría sido suficiente. Si la tercera vez le hubierais embargado, el quebranto aún habría sido más severo, pero también habría sido suficiente. Ahora bien, no hubo ni primera vez, ni segunda ni tercera, de manera que la costumbre del delito se hizo ley, y el desorden, orden. De forma tal que, ahora, para volver al fuero no hay más remedio que desordenarlo todo, aunque la ley parezca injusticia y el orden, alteración”.
Y el rey calló. Y el alguacil se marchó. Y a los magnates del reino ya no les quedó otra preocupación que ver cómo sacaban de galeras al señor marqués.
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