Mañana hay otra final en Lyon y es casi imposible no detenerse un momento para recordar aquella de 1986, cuando los rojiblancos se enfrentaron al mítico Dínamo de Kiev que sembraba el pánico entre sus adversarios.
El Atlético quería impedir la esperada victoria de un rival capaz de conformar la columna vertebral del seleccionado soviético. Hasta su entrenador, Valeri Lobanovski, era a la vez máximo responsable del Dínamo y de la URSS. Y desde diversos lugares de España, más de veinte mil colchoneros acompañaron a su equipo para tomar el Stade Gerland -anterior cancha del Olympique de Lyon-, colonizar sus gradas y llenarlas de banderas rojiblanca frente a la curiosa imagen de sólo cien aficionados ucranianos. Con el paso del tiempo, la memoria difumina tres goles encajados mientras permanece la estampa de hinchas que saludaban la vuelta del Atleti a los titulares futbolísticos europeos tras una década de papeles secundarios.
Muchos recuerdan aquel momento como el de mayor trascendencia en la historia ochentera escrita por los del Manzanares; otros acababan de nacer y sin embargo ya acumulan sobre sus espaldas incontables éxitos y desencantos que con tanta fecundidad, de forma tan exagerada e imprevista, fabrica el Atlético de Madrid.
1986 fue el año del ingreso en la CEE. Fernando Sánchez Dragó -dicen- creó o intentó crear un grupo llamado “Los Numantinos” con el fin de combatir tal circunstancia, pero el pueblo prefirió acatar la orden de sentirse más moderno y cosmopolita igual que nuestros equipos celebraron los nuevos tiempos accediendo a la gran final de las tres competiciones continentales. El Barça jugó y perdió el máximo torneo frente a un sorprendente Steaua de Bucarest (aquella surrealista tanda de penaltis), al Atleti le dejó sin Recopa el rodillo soviético y sólo el Real Madrid consiguió alzar la UEFA tras derrotar al Colonia alemán. Después de ganar cinco-uno con el Bernabéu como testigo, levantaron el trofeo pasándolo canutas en la vuelta porque ya lo sabéis: ellos son un equipo simpático y humilde, aunque muy sufridor. Transitaron por una nefasta primera mitad de década, pero 1985-86 fue la temporada del resurgir merengue y sus aficionados pudieron recuperar la cantinela triunfalista de siempre para que los vecinos colchoneros respondieran con poesía que promete, porque no hay gloria mayor que aguantar la derrota con fidelidad ni existen alegrías más dulces que las inesperadas.
También fue el año del desastre nuclear, si bien España lo vivía despreocupada porque tal vez Chernobyl estuviera en otro planeta. Ajenas al apocalipsis, a las adolescentes les estaba permitido sentirse casi orgullosas cuando se reconocían en el ataque de las chicas cocodrilo inventado por David Summers. Echamos la vista atrás y lo reconocemos: aquellas jovencitas eran más simpáticas, caían mejor y las preferíamos a estas que llenan las pantallas con la obsesión heteropatriarcal en la boca, rostros crispados, acosos en las redes, discursos aprendidos de carrerilla y petición de horca para quien no coree sus eslóganes. Antes morían por un beso de sus ídolos, ahora la más mínima broma de ellos puede convertirlas en turba destructora de vidas y reputaciones. Triunfaban casi como Beatles los Hombres G (y las chicas se les metían en la habitación del hotel), gritaba Alaska que a quién le importa y la movida iba perdiendo fuelle mientras lo ganaba una enfermedad que sembró el pánico a base de jeringazos compartidos. Y El Atleti, tan rockero, pretendía codearse con los mejores y recuperar lustre exhibido no mucho tiempo antes.
Dos de mayo de 1986. Por muy europeos que fuéramos, seguíamos sin querer demasiado a los franceses y ellos decidieron apoyar al Dínamo con el consiguiente equilibrio numérico -aunque no de entusiasmo, eso nunca- en las gradas. Luis Aragonés pasó diez largos días concienciando a sus chicos, procurando alejarlos de la euforia general y diseñando una táctica conservadora que pudiera detener aquella máquina soviética de hacer buen fútbol. Los atléticos habían eliminado a tres grandes de la época -Celtic de Glasgow, Estrella Roja, Bayer Uerdingen-, pero el Sabio conocía la superioridad del otro finalista y eligió un bloque combativo donde se prescindía del talentoso Quique Setién para dar paso a Julio Prieto.
Tanta obsesión (justificada) por averiar la apisonadora ucraniana provocó que el cerebro Jesús Landáburu ejerciera de marcador y enviara a un soviético a chocar contra la cámara de televisión más cercana, que el equipo apenas creara ocasiones, que el “Pato” Fillol salvara unas cuantas y el Atlético resultara irreconocible. Pese a llegar hasta al ochenta con sólo uno-cero y Roberto Simón Marina cerca del empate, ellos fueron mejores y nos metieron tres. Los últimos minutos duraron doce meses.
Volvamos al presente: con este duelo frente al Marsella, el Atlético acumula once finales en sólo ocho años; tres de Europa League -con ella empezó todo-, dos de Champions, dos supercopas europeas, dos nacionales y otro par en la Copa del Rey. Nunca se ensalzará demasiado el mérito descomunal -sobrehumano- de un equipo capaz de plantar cara años y años consecutivos a Barça y Real Madrid hasta llevarles una vez sí y otra también al terreno de la angustia, la desesperación y lo incierto. Tras el batacazo intolerable del Qarabag, Simeone cumplió su promesa de convertir lo malo en bueno y conducirnos hasta otra gran final. Esta vez serán diez mil y un pico los aficionados atléticos que acompañarán a la plantilla pese a tanta advertencia de ultras marselleses partidarios de la bronca. Luego vendrán los de siempre a decirnos lo del título menor, pero ni caso porque hoy nos jugamos la vida y la historia. Si ellos tienen el poder y los chiringuitos mediáticos, nosotros la pasión. La pasión y la razón.
Atleti, vuelve con esa copa.