Nació en Sevilla, en 1767, en el palacio de su abuela, la condesa de Miraflores. Le bautizaron larguísimo: Luis Gonzaga Guillermo Escolástica Manuel José Joaquín Ana y Juan de la Soledad Daoíz Torres. A los quince años ingresó en el Cuerpo de Artillería, entonces reservado a los nobles, y destacó en su oficio -por aplicado- como luego iba a destacar en la Historia, por heroico. Murió el 2 de mayo de 1808.
Oh capitán, mi capitán. Esos versos que le dedicó Whitman a Lincoln nosotros se los debemos a Luis Daoíz, porque en él se encarnó la España de varios siglos, y con su gesto supo darle a esa patria agonizante un final más digno del que le estamos preparando ahora.
En su carrera militar no falta ninguno de los enemigos ancestrales, ni de los nuevos, porque empezó combatiendo como voluntario en la defensa de Ceuta, contra “el moro”, igual que sus antepasados se habían batido en los primeros tiempos de la Reconquista, igual que miles de soldados españoles lucharían luego en las costas africanas, en esa hemorragia permanente de lo nuestro.
Más tarde le tocó guerrear contra la Revolución francesa, la que había estremecido a toda Europa al asesinar a sus reyes. En esa campaña fue hecho prisionero y los revolucionarios le ofrecieron -sin éxito- un buen puesto en su ejército, conscientes de que era un oficial valioso, que además de extensos conocimientos técnicos sabía manejarse en media docena de idiomas, incluido el latín.
Y, por supuesto, en el capitán donde se concentra la historia militar española no podía faltar una guerra contra la armada inglesa, en Cádiz y en América, como artillero embarcado, y probablemente recordando esa vieja advertencia de Quevedo que en la generación de Daoíz se estaba haciendo realidad: “y es más fácil, oh España, en muchos modos,/ que lo que a todos les quitaste sola,/ te puedan a ti sola quitar todos.”
Moriremos por ella
El capitán Luis Daoíz estaba en Madrid cuando llegaron los treinta mil soldados napoleónicos al mando de Murat. Aunque el gobierno se empeñaba en presentarlos como aliados, el pueblo cada vez entendía menos a esos mesiés que en teoría estaban de paso pero que nunca acababan de irse.
Su amigo Pedro Velarde -más joven, más impulsivo- está dispuesto a dar un empujón para que los franceses se decidieran a marchar, y con ese propósito prepara una insurrección. Entre los dos empiezan a sumar a otros oficiales artilleros, pero Velarde comete alguna imprudencia y el plan es descubierto y desbaratado por el propio ministro del Ejército.
La última noche de abril, Velarde le informa del fin de la conspiración. Hablan después de la delicada situación militar y política. Daoíz se despide de su amigo con una frase propia del siglo romántico, y que todavía hoy suena como un pistoletazo de melancolía: “España está perdida, pero tú y yo moriremos por ella”.
El primero de mayo hay escaramuzas entre gabachos y paisanos. Murat saca a las tropas a la calle mientras el gobierno español manda a las suyas acuartelarse. Al día siguiente las escaramuzas se han convertido en rebelión popular. El capitán Velarde y el teniente Ruiz se unen a los amotinados, han conseguido reunir un puñado de hombres y se dirigen al Parque de Monteleón, donde saben que hay municiones y armamento. Rendir a los franceses que están allí no es difícil, pero Daoíz aún no se ha unido a la revuelta, es más, sostiene en la mano la orden directa que le obliga a permanecer al margen de los combates. El capitán está dudando porque ya no es joven, porque con toda seguridad sabe que es imposible derrotar al mejor ejército de Europa con un puñado de paisanos iracundos. Esos instantes de reflexión hacen de Daoíz un héroe más grande, porque no se ha contagiado de la fiebre de sangre que recorre Madrid, y su gesto no es fruto de la rabia ni de la desesperación, sino de un impulso espiritual que antes se admiraba y que llamamos heroico. Con una mano arrugó las órdenes, con la otra empuñó el sable y sin otro titubeo se puso al mando de ciento cincuenta soldados y civiles.
Dos mil franceses -incluida caballería- se lanzaron contra el Parque de Monteleón en sucesivas oleadas, sin poder rendirlo durante toda la mañana. Por fin escasean las municiones y los hombres. Velarde ha muerto y Ruiz es evacuado gravemente herido. A pesar de las heridas, Daoíz se mantiene en pie junto a los cañones, blandiendo el sable. Los enemigos lanzan otra descarga de fusilería y llegan hasta el oficial para atravesarlo con sus bayonetas. Oh capitán, mi capitán. Nuestro terrible viaje ha terminado.