Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Ernst Jünger.
Vivió ciento tres años, luchó en dos guerras y escribió sin tregua. El escritor alemán Ernst Jünger es una de las figuras señeras de la literatura y del pensamiento del siglo XX. Su obra se extiende a lo largo de tres cuartos de siglo. A través de ella fue construyendo una idea original de la libertad, concebida para sobrevivir en los tiempos del triunfo del nihilismo. Para clasificar una producción tan extensa como la suya, es común hablar de cuatro grandes momentos representados por otras tantas figuras: el Soldado, el Trabajador, el Emboscado y el Anarca. ¿Qué son esas figuras? ¿De qué estamos hablando? La propia vida de Jünger nos da la respuesta.
El Soldado
Empecemos por la primera figura: el Soldado. Porque nuestro autor es, en efecto, un Soldado. Intentó serlo a los 17 años cuando se fugó (sin éxito) a la Legión Extranjera Francesa, lo fue efectivamente a los 19 por imperativos de la guerra y lo sería ya para siempre. Se alistó al estallar la primera guerra mundial como otros muchos cientos de miles. Pero la guerra se había convertido en algo inesperado: en los campos de batalla de 1914 nace la guerra moderna, las masas de fuego, las bombas letales, las nubes de gases, los aviones, los carros de combate. Bajito, delgado, sereno, Jünger se bate con valor. Es promovido a alférez. Se pone al frente de una sección de asalto –hoy diríamos un comando- con la misión penetrar en las trincheras enemigas. Será herido siete veces. Al terminar la guerra será recompensado con la máxima condecoración de la Alemania imperial: la orden “Pour le Mérite”. Jünger tenía 23 años y era un héroe nacional.
La primera guerra mundial fue para Jünger una experiencia decisiva. Allí vio nacer un mundo nuevo, forjado a fuego y sangre, entre grandes máquinas y destrucciones sin límite. Lo describió en un libro que iba a consagrarle inmediatamente como un gran narrador, Tempestades de acero, que se convertiría en testimonio de una generación:
“En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida. (…) Aquello era distinto de lo que hasta aquel momento había vivido; era una iniciación, una iniciación que no sólo abría las ardientes cámaras del Horror, sino que también conducía a través de ellas (…). ¿Acaso no somos una generación plutónica que, cerrada a todos los goces del ser, trabaja en una subterránea fragua del futuro? Eso que nosotros creamos, y eso para lo que nosotros mismos hemos sido creados, sin duda se revelará mucho más tarde de lo que ahora podemos sospechar. Y tal vez seamos nosotros mismos los que más asombrados nos quedemos cuando lo veamos”.
Alemania perdió la primera guerra mundial sin haber cedido ni un palmo del propio territorio. Para muchos, la derrota fue fruto de la traición. Con el ejército en los frentes, la monarquía de Guillermo II cae bajo presiones políticas insostenibles. En el Tratado de Versalles los aliados victoriosos impondrán condiciones humillantes. Y acto seguido, la agitación bolchevique prende con fuerza en Alemania; en Baviera llega incluso a proclamarse una república soviética. ¿Qué estaba pasando? “Una puñalada por la espalda”, dirán los conservadores. Pero Jünger no lo cree así: no ha habido puñalada por la espalda; el régimen guillermino ha caído porque estaba ya fuera de tiempo; de esa derrota tiene que nacer una Alemania nueva, construida sobre la experiencia brutal de la guerra técnica.
Ernst Jünger, consagrado ya como escritor por Tempestades de Acero, empieza a participar en la vida política. En torno a él aparece algo que será llamado “nacionalismo de soldados”: son los ex combatientes los que ahora, derrotados, alientan una revolución. ¿Qué revolución? La Historia le pondrá el nombre de “revolución conservadora”: no se trata de volver a la monarquía prusiana, sino de afirmar los valores inmutables de la vida, la nación, la comunidad. Es un socialismo de soldados. Son años de una inmensa agitación: con el país arruinado por el Tratado de Versalles, comunistas y nacionalsocialistas pescan en el río revuelto de la crisis. Jünger, que es nacionalista y se siente socialista, no pescará. Antes de 1927, cuando nadie daba un duro por Hitler, había visto en el movimiento nazi una oportunidad para plasmar aquel “nacionalismo de soldados” nacido en la trinchera. Pero después de 1929, cuando la ascensión de Hitler ya es imparable, el escritor se aparta. Ha dejado el ejército. Ha reanudado sus estudios de biología. Se consagra a la escritura. Alumbra la figura del “anarquista prusiano”, siempre pensando en ese hombre nuevo que ha surgido en los cráteres de las bombas de la gran guerra. Y aquí se va perfilando la segunda Figura de Jünger: después del Soldado, que es el héroe anónimo de la guerra técnica, llega el Trabajador.
El Trabajador
Es 1932. Hay un mundo nuevo. La técnica ha triunfado. Con ella, el nihilismo se extiende por todas partes. El mundo moderno ha matado a los dioses y en su lugar aparecen unos seres nuevos: los titanes. El Trabajador es la summa filosófica de ese mundo. El hombre ha quedado reducido a mera mano de obra; apenas si cuenta. Es la misma situación que ha pintado Fritz Lang en su película Metrópolis. A no ser –piensa Jünger- que el propio hombre sea capaz de hacerse técnica: suprimir su personalidad, ese residuo sentimental, y elevarse sobre la máquina constituyéndose en un tipo humano nuevo. Así nacerá un titán. El trabajador dejará de ser un explotado, como pensaban los marxistas, para convertirse en dominador. Ese es el sentido de la Figura del Trabajador:
“La superficie de la Tierra se encuentra recubierta de cascotes de imágenes que han sido derribadas. Estamos asistiendo al espectáculo de un hundimiento que no admite otro parangón que el de las catástrofes geológicas. Sería perder el tiempo compartir el pesimismo de los destruidos o el optimismo superficial de los destructores. En un espacio del que ha quedado barrido hasta los últimos confines todo dominio real y efectivo, la voluntad de poder se halla atomizada. Sin embargo, la edad de las masas y de las fábricas representa la fragua gigantesca de las armas de un imperium que está surgiendo. Vistos desde él, todos los hundimientos aparecen como algo querido, como una preparación”.
¿Por qué Jünger no fue nazi? Goebbels en persona le propuso un acta de diputado. Su respuesta fue: “Prefiero escribir un buen verso que representar a 60.000 cretinos”. Jünger no fue nazi porque se sentía lejísimos de las disquisiciones sobre la raza y la sangre. Él tenía una idea aristocrática de la vida, y los nazis eran “burgueses en camisa parda”. No fue nazi porque mantenía un concepto primordial, elemental, de la libertad personal. Ese concepto crecerá a medida que el régimen de Hitler se afiance. Los sectores más radicales del Partido pidieron su cabeza. Hitler en persona le protegió: “Dejad en paz a Jünger”. Nadie podía permitirse tocar al héroe de guerra, al autor de la emblemática Tempestades de acero, que había marcado el espíritu de una generación –la generación del propio Hitler.
Recluido en una suerte de exilio interior, Ernst Jünger medita y sufre. No es un sufrimiento político, sino espiritual: él había creído posible edificar un mundo nuevo, más aún, un alma nueva, sobre el patrón de la técnica moderna, una técnica dominada por nuevos titanes, hombres forjados en los cráteres de las bombas. Su voluntad de poder se alzaría sobre el mundo del nihilismo. Ahora Jünger ve que ese mundo ha advenido, pero no se siente parte de él, al contrario; decide resistir con la pura potencia del espíritu. Así escribe en 1934 a su hermano, el poeta Friedrich-George:
“El periodo revolucionario en el que hemos entrado puede ser superado con fuerzas más profundas que las de la retórica, literaria o ideológica –eso se pone a prueba en nuestra sustancia. Es la hora de descubrir las cartas y mostrar lo que uno es. En una situación de griterío y de engaño, el pensamiento se hace peligroso por el simple hecho de ser justo, y los espíritus que poseen el sentido de la justa medida actúan como espejos que desvelan la nulidad del mundo de las sombras. Un pensamiento lógico, un verso límpido, una noble acción, y también el no participar en la bajeza, son hoy cosas que se yerguen como armas amenazadoras y que resultan tanto más punzantes cuanto menos se refieren al tiempo presente”.
Los peligros crecen y adoptan el color de la muerte masiva. Bajo esa impresión Jünger escribe en 1939 una obra capital: Sobre los acantilados de mármol. La historia es impresionante. Dos hermanos viven como ermitaños, entregados al estudio, en el pacífico mundo de la Marina. Súbitamente, una fuerza malvada se despierta en el territorio: el Gran Guardabosques y sus huestes aspiran al poder y todo lo derriban a su paso. La Marina se convierte en un infierno de desolación. Los dos hermanos asisten impotentes a la tragedia, no sin combatir. A la luz de las llamas, Jünger describe cómo un mundo hermoso perece bajo la violencia de la humanidad desbocada. Jünger negará siempre haber escrito los Acantilados como alegoría del nacionalsocialismo, pero los lectores del libro lo interpretaron como tal. Era 1939. Hitler estaba en la cumbre de su popularidad: Alemania prosperaba y la guerra todavía era una sombra lejana. Y sin embargo, ahí había alguien que pintaba un futuro horrendo.
El Emboscado
Soldado después de todo, Jünger es movilizado cuando Alemania invade Francia. Con el grado de capitán, el ya veterano militar (cincuenta años) pasa la frontera al frente de su compañía con el ánimo de quien va de turismo: charla con los campesinos de las poblaciones ocupadas, cuida de los tesoros artísticos –y de los buenos vinos- bajo la tormenta de fuego. Alemania está en guerra; Jünger, no. Consumada la ocupación, es adscrito al Cuartel General alemán en París. Allí no pierde el tiempo: traba amistad con Cocteau, con Picasso, con Johandeau… El Cuartel General, por otro lado, es un nido de conspiradores secretos: el ejército no es el partido.
Los años parisinos de Jünger van a dar una obra monumental: los dos primeros volúmenes de sus diarios, Radiaciones. En ellos aprendemos cosas estremecedoras. Jünger cae en una honda depresión que le lleva al borde del suicidio. Sale de ella releyendo el Antiguo Testamento. Su hijo Ernstel, movilizado, es arrestado por realizar comentarios despectivos hacia Hitler y enviado a un batallón disciplinario en Italia. Jünger hará lo imposible por salvarle. El ambiente en el ejército es cada vez más anti-hitleriano; los sectores conservadores de la Wehrmacht aspiran a derrocar a Hitler y sustituirlo por un general, un dictador que limpie Alemania y firme la paz. ¿Quién? Hay que buscarlo. Jünger es enviado al frente ruso con la misión de sondear los ánimos. Las páginas que escribe en Rusia son de una intensidad alucinante: bajo las condiciones extremas de la guerra, los mandos se han convertido en autómatas sin espíritu. No está allí el general que los conspiradores buscan. Mientras tanto, Ernstel, su hijo, muere en Carrara en circunstancias sospechosas, al parecer tiroteado por la espalda; Jünger siempre pensará que lo han matado por llamarse Jünger.
El mundo se está cayendo a pedazos y Alemania está en el centro del desastre. También empiezan a circular rumores sobre el destino de los judíos. Los conspiradores dan el paso. Un nutrido grupo de oficiales, todos ellos conservadores y cristianos, la mayoría vinculados a la nobleza prusiana, va a dar el golpe. Ya han encontrado a su general: será el mariscal Rommel. Para él escribe Jünger, en Paris, un libro que aspira a ser el manifiesto de la insurrección. Se llamará La Paz:
“Para que haya paz no basta con no querer la guerra. La paz auténtica supone coraje, un coraje superior al que se necesita en la guerra; es una expresión de trabajo espiritual, de poder espiritual. Y ese poder lo adquirimos cuando sabemos apagar dentro de nosotros el fuego rojo que allí arde y desprendernos, empezando por las cosas propias, del odio y de la división que el odio trae consigo (…) La auténtica lucha en que nos hallamos empeñados se libra de un modo cada vez más claro entre los poderes de la aniquilación y los poderes de la vida. En esta lucha los guerreros justo se alinean hombro con hombro, como antaño la vieja caballería. La paz será duradera si eso logra llegar a expresarse”.
Rommel fue el primer lector de La Paz. El libro no tardó en circular de forma clandestina. Pero el golpe fracasó: la bomba de Von Stauffenberg no mató a Hitler. Era julio de 1944. La represión será terrible. El Estado Mayor alemán en Paris es desmantelado. Jünger es obligado a regresar a casa. Volverán a pedir su cabeza, pero el viejo héroe no será inquietado. En los últimos días de la guerra recibirá el mando de un destacamento del Volksturm, las milicias de ancianos y adolescentes con las que Hitler pretendía detener la ofensiva aliada. Jünger les ordenará no disparar.
Entre los Acantilados de mármol y los Diarios de la guerra, en Jünger ha ido naciendo una nueva figura: el Emboscado. Esto no quiere decir que abandone la figura del Trabajador: siempre pensará que es la figura dominante de nuestro tiempo técnico. Pero es el interior de Jünger el que ha ido cambiando. Los grandes peligros vislumbrados en los Acantilados de mármol se han hecho realidad, y en una magnitud imprevisible. Ante la muerte de los dioses, ante el triunfo de los titanes, ¿qué lugar le queda al hombre que desee seguir siendo libre? Le queda el bosque; un bosque metafórico donde la persona, al margen de todos los sistemas, encuentra la verdadera libertad, esa que reside, como dice Jünger, “en el propio pecho”. Ese es el sentido de su ensayo La Emboscadura, de 1951:
“Se ha llegado a una concepción nueva del poder, se ha llegado a unas concentraciones de poder inmediatas, vigorosas. Para poder plantarles cara se necesita una concepción nueva de la libertad, una concepción que no puede tener nada que ver con los desvaídos conceptos que hoy van asociados a esa palabra. Esto presupone, para empezar, que uno no quiera simplemente que no lo esquilen, sino que esté dispuesto a que lo despellejen. (…) La tiranía sólo puede ser posible en aquellos sitios donde la libertad se ha domesticado y diluido en un huero concepto de sí misma”.
La posguerra no fue fácil para Jünger. Los británicos le obligaron a rellenar un cuestionario de desnazificación. Jünger rehusó y se trasladó a la zona de ocupación francesa. También ahora se le acosó, esta vez desde el lado contrario. “Dejad en paz a Jünger”, había dicho Hitler cuando las SS pidieron su cabeza; “Dejad en paz a Jünger”, dirá ahora Bertolt Brecht cuando sean los comunistas quienes la pidan. Y le dejaron en paz. Jünger pudo dedicarse a escribir y a viajar. Seguía siendo el héroe de la Gran Guerra, el escritor en el que se había reconocido una generación. Esa misma generación podría reconocerse ahora en el Emboscado. Había aparecido su novela Heliópolis, que es la versión narrativa de esa misma figura. Y Jünger multiplicará sus reflexiones sobre el contexto de la guerra fría, sobre la inminencia de un Estado Mundial, sobre el antagonismo entre dioses y titanes, incluso sobre experiencias con drogas.
El Anarca
Aún habrá una última figura en Jünger: el Anarca, que aparece en su novela Eumeswil, de 1977. El nihilismo ha triunfado. Los titanes están en su apogeo. El autor, ya octogenario, concibe un mundo en el que todo está tan regulado que la salvación sólo puede residir en uno mismo. Ahora bien, ¿qué quiere decir eso? Jünger nunca ha sido un teórico individualista; tampoco un anarquista que conspire contra el orden social. La salvación de uno mismo pasa por el dominio sobre uno mismo; ahí está la verdadera soberanía. Y su espacio no es ya la sociedad ni la política, sino la Historia o, mejor, lo que en ella hay de intemporal, de inmutable: “los carteles de propaganda pasan, pero el muro en que se han pegado permanece”.
La búsqueda de eso que permanece será la última palabra de Jünger. Su último libro, La tijera, escrito en 1989, con 95 años, es una exploración del mundo interior como instancia que se resiste al nihilismo: allá donde la tijera de la razón y de la técnica no puede cortar las cosas, ahí hay un espacio de libertad irreductible. Una de las últimas cosas que hizo Jünger, ya con más de cien años, fue convertirse a la fe católica.
Soldado hasta el final, Jünger será enterrado con honores militares, acompañado por una cohorte de viejos combatientes ataviados al estilo prusiano. Bajo su tumba yace un siglo de vida. Sobre ella, la guerra entre los dioses y los titanes continúa.