«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

En el estudio del creador. De manías, horarios y rutinas

Estudio pintura Flickr CC Sheryl's Boys

Truman Capote no podía empezar ni terminar nada un viernes y Víctor Hugo ordenaba a sus criados que le escondieran la ropa… para no caer en la tentación de salir a la calle. 

Un escritor, un pintor, todo creador, reparte su vida entre trabajos, bibliotecas, habitaciones de hoteles, viajes, charlas… Y, su estudio. Ese mundo donde construye y da rienda suelta a su pensamiento, su día a día. El tiempo se detiene entre cuatro paredes, entre pinceles, cuadernos, lápices, esa mente en constante ebullición. Su forma de ser, defectos, virtudes, los caracteres, sus sueños se reflejan en esas paredes que, a diario, quedan impregnadas de vida. Visitar cada uno de estos espacios es una aventura cuando paseas junto a los cuadros, revisas los objetos que llenan cada mesa, muchas veces inundadas de rayos de luz natural, observas los recuerdos enmarcados y quedas como suspendida en su memoria.
Muchos en aparente desorden, las rutinas son múltiples y variadas: rodeados de supersticiones como Truman Capote, que no podía empezar ni terminar nada los viernes. Horarios de oficina como Henry James. Escribía todos los días. Comenzaba por la mañana temprano y acababa cerca de la hora de comer. Por las tardes, entre un té y un paseo, tomaba apuntes para seguir al día siguiente. Dickens necesitaba el más absoluto silencio a la hora de arrancar un texto. Y, cuentan que los criados de Víctor Hugo tenían órdenes de esconderle la ropa para evitar la tentación de salir a la calle y perder así la inspiración ante el papel.

Desde el amanecer al Café Gijón

Enrique G-Máiquez, profesor y poeta, me contaba que es un enamorado fervoroso de la rutina “y por eso, ay, se me escabulle. La rutina es muy coqueta, y pincha al que quiere huirle y huye del que la busca”. El pintor Pedro Serna, amigo y discípulo de Ramón Gaya, me confesaba su predilección por el amanecer, “pintar al amanecer. Sentir los cambios en la luz y la dificultad que, al final, va en beneficio de la obra”. Antonio Lucas es periodista de El Mundo, pero se acompaña fielmente de poesía y una mirada poética desde aquellas tardes, tras salir del colegio, merendando en el Café Gijón y las noches cuando su padre, José Lucas, les recitaba a él y a su hermana poemas de Alberti y Miguel Hernández. Precisamente, Enrique G-Máiquez me recordaba que, “según tenía comprobado Luis Cernuda, cuando uno tiene un destino, la vida se encarga de llevarte de la mano, cerrándote a cal y canto todos los caminos que te alejarían de él”. “Poesía y periodismo conviven los dos al compás. No hay una de las dos aventuras que pesen más que la otra. Intento que no se toquen demasiado, que se contaminen lo justo”, explicaba en una entrevista Lucas. La poesía suele escribirla en casa, otra cosa es plantarte ante el folio en blanco y plasmar la actualidad diaria en la redacción de un periódico, “más allá de ser mi oficio es pasión, desvelo y veneno. La redacción tiene algo de brasa de hogar y de océano. De lugar cercano y de territorio comanche. Algunos nos hicimos en este lugar cuando el periódico tenía una escudería de jóvenes con hambre de balón que teníamos una sola misión: escribir como lo hacen aquellos a los que admiramos. Quién mejor que ellos, si se puede. Mucho de lo que sé se lo debo al periodismo: de la frase oportuna a los bares que no cierran en toda la noche”.

La magia del lenguaje

El premio Herralde de novela Miguel Ángel Hernández, jugando con uno de sus títulos, me confesaba que su escapada entre el manuscrito de su próxima novela y preparar las clases de arte que imparte en la Universidad de Murcia, “siempre es a un buen libro. Las librerías. Entrar, mirar y pasearme entre las mesas de novedades a la espera de ese libro que te cambie la vida”. Para él, “escribir es una manera de conocer el mundo y también de vivir. Estar frente a la página, inventar historias, trabajar con el lenguaje es mágico. Uno siente que está en contacto con algo muy especial”. Efectivamente, de vivir. De poder dedicarte a aquello que amas, como Carmen Martín Gaite que escribió a escondidas su primera novela larga para presentarla al premio que había recibido antes su marido, Sánchez Ferlosio, y que no se imaginaba que su mujer había decidido presentarla al Nadal. Después, en su libro ‘Usos amorosos del XVIII en España’ le brindaba la siguiente dedicatoria: “Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora”. Sin llegar a orgías literarias, jornadas creativas extenuantes a lo Balzac, que la inspiración te llegue siempre trabajando. El actor Jordi Rebellón me recordaba algo que Paco Rabal siempre le decía, “si quieres dedicarte a esto prepárate para estar aprendiendo toda tu vida”. Porque, al igual que Miguel Ángel Hernández, me niego a la idea extendida de la defensa de la ignorancia y la inconsciencia, “la idea extendida de que es mejor no saber para ser feliz. Eso es el principio del fin”.
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