Chesterton consagró su vida intelectual a la defensa de la verdad y, por tanto, de la Fe. Pero esta defensa, lejos de caer en la tentación de la ranciedad, siempre fue alegre y constructiva.
En 1986, el mundo literario conmemoraba el quincuagésimo aniversario de la muerte de un escritor muy especial, Gilbert Keith Chesterton. En este contexto, el cardenal Emmet Carter, arzobispo de Toronto, pronunció un sermón en el que lamentaba – refiriéndose al genial periodista inglés – la escasez de laicos canonizados. Aclarando que él no promovería una causa para su beatificación, el purpurado remarcó el don profético de Chesterton, quien se habría erigido en faro de los católicos en una época penumbrosa.
Años después de que el cardenal Carter pronunciase esta homilía, el obispo Northampton, monseñor Peter Doyle, impelió al párroco de Beaconsfield (pueblo en el que el escritor vivió durante varios años y fue bautizado), John Udris, a abrir una investigación preliminar para la causa de beatificación de Chesterton. Y el proceso sigue su curso.
Evangelizador del mundo moderno
Chesterton vivió una época especialmente difícil para el católico; una época en la que florecían por doquier ideologías deletéreas y tan atractivas como el regalo que no exige compromiso (él mismo las abrazó en su juventud). En la era de la fe ciega en el cambio, el periodista inglés fue de los pocos que supo ver que sólo en la permanencia y la tradición se descubren el Bien, la Verdad y la Belleza. Así, enfrentándose al espíritu de su tiempo, nos advirtió que ‘nueve de cada diez ideas que consideramos nuevas son viejos errores ya conocidos’.
Incluso antes de su conversión formal al catolicismo, que tuvo lugar en 1922, Chesterton defendió en ingentes foros y textos las verdades de la Fe. Ante quienes predicaban la determinación del hombre, él proclamó su sagrada libertad; ante quienes afirmaban una suerte de neopanteísmo, él reivindicó la doctrina de la Creación; ante quienes se afanaban en presentar la historia como una suerte de sucesión de fenómenos materiales, él abundó en la contingencia de los acontecimientos humanos y en la importancia del espíritu.
Chesterton consagró su vida intelectual a la defensa de la verdad y, por tanto, de la Fe. Sólo de este modo podemos explicar la esencia de ‘Ortodoxia’ y ‘El hombre eterno’, dos ensayos que todo católico debería leer al menos una vez en su vida. Pero esta defensa, lejos de caer en la ranciedad, siempre fue alegre y constructiva. Cuando leemos a Chesterton, percibimos el alborozo de quien se sabe ‘receptor’ de un don de inefable valor; de un regalo de origen divino: ‘Hasta que comprendemos que las cosas podrían no ser, no podemos comprender que las cosas son. Hasta que vemos el fondo de oscuridad, no podemos admirar la luz como cosa única y creada. Apenas hemos visto esa oscuridad, toda la luz es iluminadora, súbita, cegadora y divina’, dice en ‘Herejes’.
Escritor… Y persona
Pero en Chesterton obra y artista se funden, constituyendo una amalgama indisociable. La luz de la Fe no sólo refulgía en sus textos, sino también en sus actos. Escribía como católico y vivía como tal; arremetía contra el puritanismo y pasaba mucho tiempo en la taberna; disertaba sobre la importancia de la familia y era muy hogareño. El periodista inglés fue un oasis de coherencia y autenticidad en un desierto de hipocresía en el que la palabra no valía nada.
Aunque Chesterton y su mujer, Frances Blogg, no pudieron tener hijos, su casa de Beaconsfield siempre estuvo llena de niños. El escritor jugaba con ellos, les contaba historias y les solazaba con divertidos teatros de marionetas. La hija de Hilaire Belloc, Eleanor, recuerda a Chesterton ‘en el cuarto de los niños, sentado peligrosamente en una silla demasiado pequeña para su enorme corpachón, haciendo revivir sus marionetas y narrando con voz de trueno romances y trifulcas con los que se reía casi más que nosotros’.
Por otro lado, sus innumerables disputas dialécticas con Shaw, Wells y demás nunca se tradujeron en aversiones personales. Chesterton no tuvo enemigos, sino contendientes, y a éstos los amaba tanto como a quienes pensaban como él.
Inspiración divina
El periodista inglés no se convirtió al catolicismo hasta 1922, si bien por aquel entonces llevaba mucho tiempo defendiendo ideas esencialmente católicas. Con la conversión, no sólo renació su alma, sino también su genio literario:
Después de un instante, cuando incliné mi cabeza
Todo el mundo cambió y se enderezó,
Emergí donde el viejo camino brilló en su blancura,
Caminé las calles y oí lo que todos los hombres dijeron,
Bosques de lenguas, como las hojas de otoño sin caer,
Indignas de amar pero extrañas y ligeras;
Viejos enigmas y nuevos credos, sencillos,
Como hombres que sonríen por un muerto.
Los sabios tienen cien mapas que ofrecer,
Señal que su cosmos arrastra como un árbol,
Y nublan tanto su razón, igual que un tamiz
Que conserva la arena y permite que el oro, libre, huya:
Y todas estas cosas son para mí menos que el polvo
Pues mi nombre es Lázaro y estoy vivo.
Con el fervor del converso y la alegría del infante, Chesterton comenzó a predicar. Y se cuentan por cientos los que, afectados por su prosa, abrazaron la fe verdadera.