«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Hilaire Belloc: el viejo trueno sigue sonando

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Hilaire Belloc.

“La Fe es Europa y Europa es la Fe”. Esta es la frase con la que puede resumirse toda la obra y toda la vida de Hilaire Belloc, sin duda uno de los autores católicos más representativos del siglo XX. Íntimo amigo de Chesterton, este francés trasplantado a Inglaterra iba a construir en ochenta años de vida una obra extensísima y guiada siempre por ese principio: la defensa de la cristiandad, y más concretamente, del catolicismo romano, como columna espiritual de Europa. No sólo religión sino, quizá sobre todo, civilización. Buen asunto para recordarlo hoy, cuando tantos lo quieren olvidar.
¿Quién era Hilaire Belloc? Un trueno de hombre. Y con ese apodo, el “viejo trueno”, se le conocería desde muy joven. Belloc era de origen francés. Había nacido en La Celle Saint-Cloud, cerca de París, en 1870. Su padre era francés; su madre, inglesa. La familia se estableció en las islas británicas ese mismo año, pero nuestro autor mantuvo la nacionalidad francesa hasta 1902, de manera que su servicio militar lo hizo en Francia, en 1891. No tuvo una infancia fácil: su madre murió cuando él era muy pequeño. Su padre se cuidó de darle una educación esmeradísima. Estudió en Oxford, donde se graduó en Historia; se casó con una californiana (Elodie Hogan, el amor de su vida, con quien iba a tener cinco hijos) y finalmente, en 1902, obtuvo la nacionalidad británica.

Autor de combate

Intelectualmente hablando, el caso de Belloc es el de un hombre que siempre supo lo que quiso. Su formación escolar le había dotado de amplios conocimientos clásicos y también en Historia, de modo que muy temprano comenzó a escribir. ¿Qué escribía? Un poco de todo. Poesía como en su primer libro, Verses and Sonnets (1895), y después El bestiario del niño malo. También libros de viaje, como El camino a Roma, que iba a convertirse en una de sus obras más representativas, o La vieja carretera, Las colinas y el mar, Los cuatro hombres… Y además de la poesía y los viajes, están las biografías, un género que iba a cultivar con éxito durante toda su vida: Danton (1899), Robespierre (1901), María Antonieta (1909)…
Fijémonos en ese libro, El camino a Roma: lo que narra ahí Belloc es propiamente una peregrinación, pero una peregrinación a su manera, es decir, una mezcla tempestuosa de piedad religiosa y de amor al arte, de Historia de Europa y de cerveza, de buen humor y de temperamento combativo. Ante todo, es el libro de un católico. Belloc había recibido el catolicismo de su madre, anglicana convertida a la fe de Roma por influencia del cardenal Manning. Y el propósito de nuestro autor va a ser, muy deliberadamente, escribir desde la visión católica de las cosas, frente a la distorsión impuesta en Inglaterra por la historia oficial protestante. Belloc es un autor de combate. Estamos, pues, ante una decisión personal de presencia en la vida pública. Era sólo cuestión de tiempo que esa decisión le llevara a la política.
Belloc cruza la acera hacia el mundo político, en efecto. En 1906 se presenta a las elecciones en el distrito de South Salford por el Partido Liberal. Sus rivales conservadores le hacen una campaña a cara de perro: “No votes a un francés católico”, decían. Belloc, provocador, comenzó su primer mitin con estas palabras: “Caballeros, soy católico. Si me es posible, voy a Misa todos los días. Esto que aquí saco es un rosario. Me arrodillo y paso estas cuentas todos los días si me es posible. Si me rechazáis por este motivo, agradeceré a Dios que me ahorre la indignidad de ser vuestro representante”.
Hay que decir que Belloc ganó las elecciones y el escaño. Pero también hay que apresurarse a señalar que muy pronto quedó defraudado. Hilaire Belloc, combativo y ante todo sincero, no podía soportar la corrupción del sistema parlamentario: le escandalizaba que las elecciones fueran en realidad un trámite amañado y que la clase política monopolizara la representación, dejando a la sociedad al margen. Así que empezó a protestar hasta que le echaron del Partido. En 1910 volvió a presentarse, esta vez como independiente, y de nuevo fue elegido, pero no tardó en renunciar a su escaño: la atmósfera de aquella democracia ficticia le resultaba irrespirable. Su experiencia política quedará reflejada en tres libros importantes: La elección de Mr. Clutterbuck, Pongo y el Toro y Un cambio en el gabinete, sátiras llenas de humor, pero también de amargura.

Propiedad, sí; capitalismo, según

Nuestro trueno deja la política, pero no la vida pública. Unos pocos años antes ha conocido a los hermanos Chesterton: Cecil y Gilbert. Con Cecil funda en 1912 el semanario político The Eye Witness. Belloc vuelca su creatividad en el ensayo: decenas de artículos que va recogiendo en sucesivos volúmenes y que publica con los sugestivos títulos de Acerca de nada y temas afines (1908), Acerca de todo (1909), Acerca de lo que sea (1910) y Acerca de algo (1911). El horizonte intelectual de los católicos, en aquel momento, está en la doctrina social de la Iglesia. Y Belloc se sumerge en ella para defender una visión de la economía y la política completamente ajenas al sistema establecido. Su libro más representativo sobre este punto es El Estado servil, de 1912, escrito con Cecil Chesterton.
La tesis de El Estado servil es la siguiente: la civilización europea, cristiana, se sustenta sobre una sociedad de hombres libres, y esa libertad se basa a su vez en la propiedad. De hecho, el grado mayor de la justicia social consiste en que todo el mundo pueda ser propietario sin invadir la propiedad de otro. Es lo que se conoce como “distributismo”. Ahora bien, el camino de la civilización en los últimos años ha ido en otra dirección: el número de propietarios disminuye mientras aumenta la cuantía de sus propiedades; así aumenta también el número de expropiados, de personas que ya no tienen acceso a la propiedad, con lo cual emerge el socialismo. Este proceso significa una terrible amenaza para la base misma de la civilización cristiana.
Ajeno tanto al capitalismo como al socialismo, Belloc da la voz de alarma. Y en un ejercicio de clarividencia, prevé el emplazamiento de un sistema nuevo. Lo que Belloc está prediciendo –con alarma- es una nueva forma de tiranía, un sistema atroz, ni capitalista ni socialista, o ambas cosas a la vez, en la que una parte de la población se vería forzada a soportar a la otra. Eso es el Estado servil. Y para escapar de él no hay otra opción segura que abrazar el distributismo que propone la doctrina social de la Iglesia.
Los años siguientes vieron estallar la Gran Guerra, y la vida de Belloc, a partir de 1914, se vio sacudida por trances muy dolorosos. En 1914 muere su mujer, Elodie. Inmediatamente después mueren en el frente uno de sus hijos, Luis, y también su amigo Cecil Chesterton. Belloc tiene que escribir para sacar adelante a su familia y, además, ocuparse de sus hijos. Pero de la guerra nacen también las reflexiones que se inflaman en un libro decisivo: Europa y la fe, de 1920.
En Europa y la fe, Belloc traza un arco histórico que va desde el paganismo pre-cristiano hasta la Contrarreforma. A lo largo de sus páginas nos explica cómo la Iglesia Católica ayudó a salvar Occidente: gracias a la Iglesia, Europa pudo preservar lo mejor de la civilización griega y romana; gracias a ella, los europeos se benefician todavía hoy de instituciones sociales y formas políticas de indudable origen católico. La civilización europea fue creada y sostenida por la Iglesia, y gracias a ella sigue siendo una sola civilización. Sin la Iglesia, Europa se diluirá. Este fue, sin duda, su libro más incomprendido en su día, pero, curiosamente, es el que con más intensidad sigue hablándonos hoy. Y es aquí, en el final de esta obra, donde Belloc proclamó su lema: “Europa es la fe, la fe es Europa”.
La obra de Belloc es inabarcable: son más de ciento cincuenta títulos, cada uno de los cuales merecería un comentario detallado. Sus biografías, por ejemplo (Danton, Robespierre, María Antonieta, Richelieu, Oliver Cromwell, Juana de Arco, Napoleón), tienen el enorme valor de que no se trata sólo de un relato, sino que lo importante es la interpretación que nuestro autor aplica a cada personaje. Y esa interpretación es unívoca: Belloc lo introduce todo en el contexto de la civilización católica y los vaivenes que ha sufrido a lo largo de la Historia.

La crisis de Europa

A este respecto hay que mencionar de manera especial tanto su Historia de las herejías como su Historia de las cruzadas, un libro este último que hoy resulta muy políticamente incorrecto. Aquí Belloc habla muy claro: gracias a las cruzadas, Europa resucitó. El movimiento que había empezado en la España de la Reconquista, un episodio de la interminable guerra entre la Cristiandad y el Asia, se extendió por Europa y llevó a los cristianos a abrir el mundo. Con las cruzadas, Europa despierta y vuelve a ser ella misma:
“Europa despertó. Toda la arquitectura se transforma y surge un estilo totalmente nuevo: el gótico. Aparece entre las instituciones de la Cristiandad la concepción de los parlamentos representativos, de origen monástico, transportada con éxito al orden civil. Surgen las lenguas vernáculas y con ellas los comienzos de nuestra literatura: el toscano, el castellano, el francés del norte, y algo después, el inglés.”
Y en 1939, otro libro clave: La crisis de nuestra civilización. Libro clave y fecha clave, porque Belloc está viendo ya con claridad lo que iba a significar para Europa no sólo el nacionalsocialismo, sino también el islamismo, fenómeno al que nadie prestaba atención. ¿Por qué está en crisis nuestra civilización? Por la destrucción de la tradición moral y el olvido de las verdades espirituales, que de siempre habían sido los pilares de la cultura europea, pero que ahora hemos dejado de lado, deslumbrados por el progreso de las ciencias. Así han crecido los conflictos entre ricos y pobres, entre ideologías fuertemente opuestas. Nuestra sociedad va retornando a la esclavitud en que estuvo basada en otros tiempos. La única defensa sigue siendo la acción del catolicismo.
La segunda guerra mundial sancionó de forma bárbara los presentimientos de Belloc. En 1941 muere otro hijo suyo. Él mismo, ya con más de setenta años, sufre un ataque del que no se recuperará. Los últimos diez años de la vida de Belloc son un lento apagarse. No le faltaron honores oficiales –por ejemplo, es con Winston Churchill la única personalidad que vio en vida incorporado su retrato a la Galería Nacional-, pero él ya estaba lejos de todo, a solas con su fe. Muere finalmente en 1953, cuando el mundo empezaba a convertirse en lo que Hilaire Belloc había temido.
¿Y por qué hoy, en fin, Hilaire Belloc? Porque en muchas cosas tenía razón. Es verdad que el abandono de la tradición moral y los valores espirituales ha llevado a nuestra civilización a un colapso interior, a una crisis mucho más profunda que cualquier crisis económica. Es verdad que hemos visto surgir un Estado servil donde cada vez es más difícil ser propietario –en realidad los bancos son los dueños de nuestra propiedades- y donde media sociedad trabaja para la otra media. Es verdad que Europa, sin su tradición cristiana, carece de sentido y no es capaz de alumbrar más que una triste burocracia. Al final, es cada vez más obvio que Belloc tenía razón: “La fe es Europa y Europa es la fe”.

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