Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Konrad Lorenz.
Se llamaba Konrad Lorenz y de él se decía que había aprendido a hablar con los animales. Alguno recordará su imagen: alto, espigado, con su cabellera y su barba blancas, caminando por el campo seguido por una cohorte de patos que le había adoptado como “madre”. Este eminente biólogo, premio Nobel de Medicina en 1973, ha sido uno de los grandes científicos del siglo XX. Pero si Konrad Lorenz nos interesa aquí no es solamente por sus investigaciones científicas, sino porque, en la estela de su trabajo como biólogo, desarrolló una filosofía moral de enorme interés, una antropología que hoy sigue vigente. Vamos a ver por qué.
La ciencia del comportamiento
Konrad Zacharias Lorenz nació en Viena, Austria, en 1903. Su pasión era la biología: estudió Medicina en Nueva York (en Columbia) y Zoología en Viena. Desde muy pronto tuvo la intuición de lo que iba a ser su gran aportación a la ciencia: ¿Hasta qué punto podían compararse los procesos biológicos humanos con los de los demás animales? La ciencia estaba estudiando la anatomía de los animales y de los humanos y estaba llegando a conclusiones interesantes, sobre todo en el campo de la evolución. Pero, más allá de eso, ¿qué había de común no sólo en la anatomía, sino también en el comportamiento de los distintos animales? ¿Por qué pautas se rige? ¿Y en qué se parece al comportamiento humano? Eran preguntas cuyas respuestas estaban no sólo en la Biología, sino también en la Psicología.
Lorenz se leyó todo sobre el particular. Y leyendo a los psicólogos, descubrió algo consternante: ninguno tenía ni idea de cómo se comportaban los animales. Todas las cosas que él había descubierto en sus observaciones del mundo animal chocaban con las explicaciones que proponían aquellos señores. De ahí sacó dos conclusiones. Uno: esa rama de la ciencia, el estudio comparado del comportamiento animal, la Etología, estaba aún inexplorada. La segunda: él sería el pionero. Tenía sólo 24 años.
Profesor en la Universidad alemana de Königsberg (hoy Kaliningrado, en el Báltico ruso), Lorenz tuvo la fortuna de poder enseñar Psicología desde el punto de vista biológico. Aplicar la teoría del conocimiento de Kant a la biología darviniana: todo un programa. Konrad Lorenz no era darvinista en el sentido que hoy se da a esta expresión, que denota más una teoría filosófica que un modelo científico, pero sí era darviniano en el aspecto metodológico: creía que la naturaleza se despliega en un movimiento evolutivo sobre la base de la selección natural. Lorenz no gustaba de utilizar el concepto “evolución”, demasiado cargado con implicaciones ideológicas, y prefería utilizar el término técnico “filogénesis”, que designa los procesos evolutivos sin connotaciones de progreso moral.
La guerra interrumpió sus investigaciones. En 1941 fue reclutado por el ejército alemán como médico de campaña. Misión: curar a enfermos de la sección de neurología y psiquiatría del hospital en Posen. Nunca antes había practicado la medicina, pero la experiencia le sirvió para acumular importantes conocimientos sobre las neurosis y las psicosis. Al año siguiente le ocurrió algo terrible: enviado como médico al frente, fue hecho prisionero por los rusos. Éstos le pusieron a trabajar en hospitales de guerra, también en enfermedades nerviosas. Enseñó a los rusos qué era el polineuritismo –una dolencia que la medicina soviética ignoraba- y allí, en el campo, escribió su primer libro. Le esperaban todavía varios años de cautiverio. Hasta febrero de 1948 no pudo regresar a Austria.
De vuelta en su país, Lorenz consiguió que la Academia Austriaca de Ciencias le financiara una pequeña estación de investigación en Altenberg. En condiciones de extrema penuria –la dura posguerra-, empezó a sacar adelante su trabajo. Pronto fue conocido por los científicos que en otros puntos estudiaban el mismo campo: el comportamiento animal. ¿Cuál era la discusión en ese momento? Esta: el comportamiento de los animales, ¿es innato o es adquirido? ¿Viene con los genes o es fruto del aprendizaje? Lorenz, al principio, pensaba que era innato. Después de innumerables discusiones, sin embargo, dio con la clave: no había que pensar lo innato y lo aprendido como dos conceptos opuestos, contradictorios. En el curso de la filogénesis –la evolución-, el aprendizaje produce conductas de adaptación que descansan en las cualidades innatas. O sea que los animales pueden aprender, pero lo que pueden aprender está programado en sus genes.
¿Y los seres humanos?
La teoría era nueva y convirtió a Lorenz en una celebridad. En 1961 publicó La evolución y modificación de la conducta, su primera gran obra.
Su línea de investigación le llevará al premio Nobel –compartido con otros dos etólogos- en 1973. Pero mientras tanto, algo había ido moviéndose en su interior. Lorenz era un zoólogo: le interesaban mucho más los patos que los hombres. Sin embargo, ¿qué pasaba con los hombres? ¿Por qué se comportaban como si se hubieran obstinado en contradecir su naturaleza, su supervivencia como especie? ¿Era posible comparar las pautas de comportamiento animal con las de los humanos?
Sí, era posible. Y era posible precisamente por lo que hombres y animales tienen de diferente. En efecto, el hombre, como ser vivo, como animal, es un ser incompleto. Lorenz ha descubierto que la inmensa mayoría de las especies se rige por pautas transmitidas genéticamente: eso que conocemos como “instinto” no es otra cosa que órdenes concretas, dibujadas a lo largo de la evolución y troqueladas sobre el cerebro animal, que permiten a los seres aprender para sobrevivir. ¿Y el hombre? El hombre también tiene esa capacidad, y multiplicada; sin embargo, su mundo instintivo está mucho más desordenado: no le basta el “instinto” –llamémosle así- para saber lo que tiene que hacer. Necesita una cosa que se llama cultura.
Lorenz se adhiere a la “antropología cultural” en el sentido que le dio Arnold Gehlen: la cultura no es algo opuesto a la biología, sino que, en el hombre, es una consecuencia de nuestra propia naturaleza. La naturaleza humana está concebida de tal modo que su desarrollo forzosamente ha de conducir a la civilización. Por decirlo así, la civilización es, para nosotros, “un órgano” biológico: una herramienta imprescindible para nuestra supervivencia. La naturaleza del hombre es la cultura.
Ahora bien, ¿qué ocurre si el hombre se propone invertir la corriente de la civilización? ¿Qué ocurre si el hombre, en nombre de ideologías utópicas y redentoras, pretende volver la naturaleza cabeza abajo, alterar la condición humana y crear una cultura completamente desligada de la naturaleza de los hombres? En ese caso, estaríamos firmando nuestra sentencia de muerte como especie; estaríamos entrando en un periodo de decadencia de lo humano. Y ese era el peligro que Lorenz veía en el momento actual de nuestra civilización.
Nuestra naturaleza es la cultura
No se trataba de la oscura intuición de un visionario. Al revés, la percepción de Lorenz tomaba asiento en aspectos muy reales de nuestra vida colectiva, aspectos que, por otro lado, no han hecho más que intensificarse en los últimos treinta años. Tomemos un ejemplo: el relativismo moral y la permisividad, que tienden a hacer creer a los hombres que las inhibiciones sociales son meros tabúes represivos, prohibiciones sin sentido. Lorenz nos dice que no: precisamente porque la naturaleza del hombre es la cultura, esos tabúes y esas prohibiciones, que forman parte del repertorio de la civilización, son imprescindibles para nuestra especie; sin ellos, que nos permiten controlar y dominar nuestros impulsos biológicos, estaríamos perdidos.
Así emprendió nuestro científico una auténtica cruzada contra numerosos tópicos de la cultura occidental de los años setenta y posteriores. Por ejemplo, la agresividad. Nuestra sociedad, pacifista, tiende a ver cualquier agresividad como un desorden, cualquier violencia como un mal, y predica una condena sin paliativos de cualquier cosa que no sea un estricto pacifismo. Pero Lorenz nos explica que no, que la agresividad es consustancial a cualquier ser vivo, porque forma parte del repertorio de instrumentos biológicos para la adaptación: un ser vivo carente de agresividad estaría condenado a sucumbir ante el entorno.
Nuestra sociedad espera acabar con la agresividad suprimiendo las “situaciones estimulantes” que disparan el comportamiento agresivo o imponiéndole un veto moral, pero eso –dice Lorenz- es como “intentar disminuir la presión de una caldera cerrando la válvula de seguridad”. O sea, asegurar la explosión. Una reflexión muy interesante: podemos pensar sobre ella mientras observamos el violento espectáculo, cualquier fin de semana, de unos jóvenes educados en el más estricto pacifismo. ¿Qué hacer entonces con la agresividad para que no nos haga daño, para que no se vuelva contra la propia sociedad ni se convierta en una patología? Lorenz, fiel a la idea de que nuestra naturaleza es la cultura, recurre a las instituciones sociales: hay que reorientar la agresividad natural hacia formas de actividad que permitan una “descarga catártica”, desde la competición científica hasta el deporte, pasando por las instituciones que tradicionalmente han encauzado la agresividad social, como el ejército.
Los pacifistas, evidentemente, no acogieron bien a Lorenz. Tampoco los demás popes de todas las otras ideologías del momento –insistimos: triunfantes hoy-, porque el científico austriaco se había situado exactamente en los antípodas de sus tesis. Es lo que ocurrió con su explicación sobre el igualitarismo. La igualdad –decía Lorenz- es completamente anti natural. Es justo garantizar a cada uno el derecho a la igualdad de oportunidades, pero nuestro mundo, en un espíritu de confusión pseudodemocrática –son sus palabras-, ha llegado a la convicción de que la aptitud para usar esas oportunidades es también la misma para todos, y que todo el mundo puede hacer igualmente no importa qué. “Para negar que existen entre los hombres diferencias innatas –escribe-, se ha postulado que es posible condicionarlo para cualquier cosa. Gracias a Dios, este no es el caso”. No es el caso, en efecto, porque los hombres son radicalmente desiguales. Y si un sistema de enseñanza, por ejemplo, se empeña en considerarlos a todos iguales, necesariamente fracasará. Otra buena reflexión a la luz de nuestro actual sistema de enseñanza.
Y si no podemos hacer al hombre distinto de cómo es, ¿entonces estamos condenados a que no haya jamás movimiento alguno, ningún cambio, ningún progreso? Lorenz no dice eso. Lo que él argumenta, utilizando una vez más herramientas de la Biología, es que todos los sistemas vivos necesitan de un equilibrio entre los procesos de cambio y los procesos de conservación. En toda realidad vida hay –escribe- “dos mecanismos antagonistas: uno tiende a fijar lo que es adquirido, en tanto que otro intenta suprimir gradualmente lo fijado a fin de reemplazarlo por una realidad superior”. Si dejamos de lado las cosas que hemos conquistado, lo estable, lo fijo, entonces provocamos “la formación de monstruos, tanto en el dominio de la herencia genérica como de la tradición cultural”. Pero si nos cerramos a cualquier cambio, eso entrañaría “la pérdida de poder de adaptación, la muerte del arte y de la cultura”. Conclusión: “Cada generación debe recrear un nuevo equilibrio entre el mantenimiento de la tradición y la ruptura con el pasado”.
Amenaza mortal sobre los hombres
Nuestro problema, específicamente moderno, es que nuestro equilibrio entre cambio y tradición está fallando. El resultado es una degradación sin precedentes de nuestra vida. En 1973 Konrad Lorenz publicó una especie de breviario de sus planteamientos: Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, que prolongará dos años después con El reflejo del espejo. “La humanidad –nos dice ahí Lorenz- es un todo funcional que está completamente perdido en busca de su camino”. Lo que está amenazado no es nuestro futuro, nuestro bienestar, sino la existencia misma de la especie humana. ¿Y cuáles son esos “pecados capitales”? Primero: la masificación urbana. Segundo: el asolamiento de la naturaleza. Tercero: la obsesión por la competencia consigo mismo. Cuarto: la obsesión por perseguir el placer a toda costa, que nos ha llevado a no ser capaces ya de encontrar satisfacción en nada. Quinto: la tendencia a negar las causas biológicas o genéticas de las cosas y remitirlo todo a cuestión de educación o influencia social. Sexto: el quebrantamiento de la tradición, que ha supuesto una auténtica guerra civil generacional. Séptimo: la formación indoctrinada, es decir, la sobrevaloración de la opinión individual (eso tan socorrido de “es mi verdad”) y la minusvaloración de las certidumbres basadas en conocimientos objetivos (“esto es la verdad”). Y octavo: las armas nucleares, en las que Lorenz veía la causa de una permanente “atmósfera de catástrofe mundial”.
Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada no es el mejor libro de Lorenz ni el más completo, pero sí tiene un altísimo valor divulgativo. Sobre todo, resulta muy útil para ver cómo piensa el autor: a partir de las cosas que ha aprendido como biólogo, Lorenz observa el mundo humano y saca sus conclusiones. ¿Es catastrofista? No: es crítico. Konrad Lorenz pensaba que al hombre siempre le queda una oportunidad. En los últimos años de su vida firmó un libro de diálogos con el filósofo austriaco –reciclado en Gran Bretaña- Karl Popper: se llamaba El porvenir está abierto y Lorenz, al final, resultaba más optimista que su interlocutor.
¿Qué le preocupaba a Lorenz? Que la humanidad estaba afrontando un proceso de deshumanización. Su libro Decadencia de lo humano lo exponía con toda claridad. “Al destruir las instituciones y los dones antiguos –escribía en otro lugar-, nos estamos condenando a una verdadera regresión (…) Si esta evolución continúa de modo incontrolado, si no aparece ningún mecanismo, ninguna institución de conservación, el fenómeno bien podría significar el fin de la civilización y, yo al menos lo pienso muy seriamente, la regresión del hombre a un estado pre-cromagnoide”.
Konrad Lorenz murió en Altenberg, el lugar donde estuvo su primera granja, en 1989. Poco antes había escrito: “Nosotros somos el eslabón perdido, tanto tiempo buscado, entre el animal y el hombre auténticamente humano”. También se había declarado creyente: decía que era creyente porque creía en el origen divino del mayor milagro de todos, el primero que ocurrió, que fue la Creación.
¿Por qué, en fin, Konrad Lorenz? Porque nos enseñó que hay una naturaleza humana, que esa naturaleza está directamente vinculada a las instituciones culturales y sociales, a la tradición, y que, si rompemos con todo eso, en nombre de cualquier ilusión más o menos ideológica, podemos cargarnos no sólo la civilización, sino también a la propia humanidad. Somos lo que somos y tenemos nuestras reglas: podemos avanzar sobre ellas, pero no negarlas. La humanidad no puede inventarse al paso de ideologías iluminadas. Buena reflexión para la España de hoy.