«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Menéndez Pelayo: el abuelo de la derecha católica española

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Menéndez Pelayo.


Pocos se acuerdan ya de aquella sectaria directora de la Biblioteca Nacional que, borracha de furia progresista, ordenó retirar una estatua de Menéndez Pelayo. Eran los tiempos de Zapatero, claro. El caso es que, gracias a aquel disparate, muchos españoles, contraeducados en la tiranía del pensamiento único progre, descubrieron entonces la existencia de Menéndez Pelayo. Y aprendieron, tal vez, que ese era el nombre de uno de los mayores sabios de la Historia de España; una torre cuya sombra sigue dando cobijo a nuestra cultura, a pesar de esa cuadrilla de ratones que roe inútilmente sus cimientos. Un tipo, don Marcelino, de inteligencia superdotada, que hablaba ocho lenguas antiguas y modernas, con una capacidad de trabajo descomunal y una memoria tan portentosa que podía recitar al pie de la letra un libro que acababa de leer. Un auténtico genio.
¿Por qué aquella saña contra don Marcelino? Por una razón muy simple: Menéndez Pelayo es el principal referente intelectual de la derecha tradicional y católica española. Como tal, su pensamiento fue recogido por Acción Española y, después, por influyentes sectores del régimen de Franco. Terribles delitos que convirtieron a don Marcelino en un autor “maldito”, condenado al olvido: por políticamente incorrecto. ¿Y tan incorrecto es? Hoy sí, sin duda. Pero precisamente por eso nos interesa.

El niño prodigio

¿Quién era Marcelino Menéndez Pelayo? Vamos a empezar por el principio. Estamos en Santander, en 1868. Un periódico local, La abeja montañesa, ha publicado un acertijo para que los lectores se rompan la cabeza. Reza así: ¿Qué ocurrió en España en la segunda hora de la segunda mitad del segundo día del segundo mes del segundo año de la segunda mitad del segundo siglo del establecimiento de la dinastía de Doña Isabel II de Borbón? Es un laberinto. Nadie lo sabe. ¿Nadie? No: al día siguiente, 23 de junio de 1868, un niño de once años responde al problema:
Al Sr. Director de La Abeja Montañesa. Muy Sr. mío: Ha llamado mi atención el problema histórico que insertan ustedes en el n.º 143 de su apreciable periódico, y después de haber pensado un poco sobre ello, me parece que el hecho más notable ocurrido en España en la 2.ª hora de la 2.ª mitad del 2.º día del 2.º mes del 2.º año de la 2.ª mitad del 2.º siglo del establecimiento de la dinastía de Doña Isabel II de Borbón, o sea el 2 de Febrero de 1852, a las dos de la tarde, es la tentativa de regicidio del cura Merino contra la persona de nuestra actual soberana. Suplico a Vd. dispense la libertad que se toma su afectísimo…”.
Ese zagal de once años que resolvió el acertijo era Marcelino Menéndez Pelayo, un auténtico niño prodigio. Estudiante privilegiado, su vida va a transcurrir inclinada sobre los libros. Hay autores de los que puede narrarse una vida azarosa. De Menéndez Pelayo, no: su vida es su obra, porque no quiso vivir de otra manera. Pero esa obra es un monumento.
Tratándose de un intelectual puro, la pregunta clave es cómo llegó Menéndez Pelayo a definir su pensamiento, sus propias posiciones; cuándo y cómo decidió defender las ideas que iba a defender. Para descubrirlo tenemos que situarnos entre 1871 y 1875. España vive los años turbulentos de la revolución, que ha derrocado a Isabel II en 1868, y la regencia; la monarquía artificial de Amadeo de Saboya y después, en 1873, la caótica I República. Marcelino es por entonces un adolescente; por su inteligencia privilegiada ha entrado en la universidad con apenas 15 años. El ambiente cultural de España está dominado por el krausismo y la masonería.
Menéndez Pelayo estudia en Barcelona entre 1871 y 1873. En ese año pasa a la Universidad de Madrid, y aquí se llevará uno de esos disgustos que le marcan a uno la vida: el catedrático de Metafísica Nicolás Salmerón, progresista y krausista, nombrado presidente de la I República, decide suspender a todos sus alumnos y les obliga a repetir curso sin haberlos examinado. Marcelino se toma semejante arbitrariedad como una afrenta, un desprecio. Si ya de por sí estaba predispuesto negativamente hacia el krausismo, la actitud despótica de Salmerón terminó de enemistarle con la izquierda española.

Escoger partido

Como suele ocurrir en la vida, detrás de los grandes tropiezos se esconden grandes venturas. Menéndez Pelayo dejó la Universidad de Madrid, fue a terminar sus estudios a Valladolid y allí encontró al que habría de ser su principal mentor y consejero: su paisano Gumersindo Laverde, catedrático de Literatura y decano de Filosofía. Don Gumersindo conoció a Marcelino y se quedó impresionado por aquel jovencísimo pozo de ciencia. Le adoptó como discípulo. Fue don Gumersindo quien orientó a Menéndez Pelayo hacia el partido neocatólico, de carácter conservador. Fue también él quien protegió al joven talento. La carrera de Marcelino puede desarrollarse sin trabas. En 1874 se licencia con premio extraordinario (¡tenía sólo 18 años!) y acto seguido emprende un viaje por bibliotecas de Portugal, Italia, Francia, Bélgica y Holanda. Vuelve a España en 1877 y al año siguiente ya es catedrático de la Universidad de Madrid; con sólo 22 años.
Armado con unos conocimientos oceánicos, Menéndez Pelayo comienza a escribir. Le guía un principio fundamental: poner en valor la cultura española, la herencia tradicional que los modernos pretenden marginar. Para don Marcelino, esa tradición es la vida misma, sin la que España moriría. Él lo explicaba así:
“Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. Un pueblo viejo no puede renunciar a su cultura sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil”.
En 1876 escribe La ciencia española, una reivindicación de la tradición científica en España. Al año siguiente publica un trabajo puramente filológico: Horacio en España, análisis de las traducciones de Horacio en nuestra literatura. Y en 1880 empieza una de sus obras más importantes: la monumental Historia de los heterodoxos españoles. Ese mismo año ingresa en la Real Academia Española. El joven académico apenas tiene 24 años.
En la Historia de los heterodoxos españoles hay que detenerse, porque es una obra capital. La idea había partido, una vez más, de Gumersindo Laverde, su mentor. Don Gumersindo quería que Marcelino escribiera unas semblanzas de célebres herejes o heterodoxos españoles. Pero esa idea, en manos de Menéndez Pelayo, termina convirtiéndose en ocho tomos de 500 páginas cada uno, donde se ejecuta un repaso profundísimo de la tradición católica española y de sus adversarios: los heterodoxos. Don Marcelino explica la vida espiritual española hasta el siglo XV, las herejías medievales, el Renacimiento, los brotes de protestantismo, el trabajo de la Inquisición, los judaizantes, las hechicerías, los afrancesados, la influencia de la Revolución Francesa… Todo ello lo hace nuestro autor desde una perspectiva estrictamente católica, y es aquí donde Menéndez Pelayo llega a la conclusión de que la historia de España sólo puede entenderse como la de una nación esencialmente católica, más aún: si prescindimos de la catolicidad, España no tiene sentido; si España dejara de ser católica, se desharía. Estas son sus famosas palabras:
“España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, esa es nuestra grandeza y nuestra unidad… no tenemos otra”.

Buscar lo permanente

No fue la única obra monumental de don Marcelino. De hecho, todo en él es monumental. Entre 1883 y 1891 publica cinco tomos de la Historia de las ideas estéticas en España, completísimo compendio de la estética literaria y artística a lo largo de la tradición cultural española. En 1890 comienza a publicar las Obras de Lope de Vega en trece tomos y una extraordinaria Antología de poetas líricos castellanos de la Edad Media: el Arcipreste de Hita, Villena, Jorge Manrique, etc. A partir de 1905 publica los tres tomos de su estudio sobre los Orígenes de la novela, centrado en las imitaciones de La Celestina en el siglo XVI. Y habría más obras; en particular, cuatro tomos de una Antología de poetas hispano-americanos que son una exhaustiva historia de la poesía hispanoamericana y que, por cierto, fueron celebradísimos en América.
Tan ingente producción no le impidió destacar en la vida pública. Entre 1884 y 1892 fue diputado a Cortes, y luego senador, por la Universidad de Oviedo y por la Academia Española. En 1898 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, cargo que ocuparía hasta 1912. En 1905 fue propuesto para el Nobel. Desde 1909 dirigió la Real Academia de la Historia.
Lo más notable de la obra de don Marcelino es que su trabajo de historiador no se agota en una mera cronología, sino que siempre aspira a encontrar lo permanente, aquellos elementos que marcan una continuidad, una columna vertebral inmutable. Eso lo vio muy bien Eugenio D’Ors, que lo explicaba así:
“Cuando Menéndez Pelayo se entregaba a la turbulencia dinámica de su esencial espíritu de historiador, pretendía cumplir un programa filosófico presidido por la inspiración más contraria a la Historia, por la inspiración de la Eternidad”.
Para Menéndez Pelayo, en el caso de España la cosa estaba clara: esa columna vertebral inmutable en la Historia, la clave de esa inspiración de eternidad, era el catolicismo. Y Ángel Herrera Oria lo definió con absoluta precisión: “Menéndez Pelayo consagró su vida a su patria. Quiso poner a su patria al servicio de Dios”.
En 1912, con sólo 55 años, Marcelino Menéndez Pelayo se marchó a ordenar la biblioteca del Paraíso. Murió en su ciudad natal, Santander, legando al Ayuntamiento su rica biblioteca particular: cuarenta mil volúmenes que todavía hoy pueden consultarse, porque la biblioteca está abierta al público. Tratándose de quien se trata, no es difícil imaginar cuáles fueron sus últimas palabras en el lecho de muerte:
“¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer!”.
Lo que queda hoy de Menéndez Pelayo es una obra ingente. Para la cultura española es una referencia ineludible. Y para el pensamiento católico español, sigue siendo una eficaz guía de interpretación de toda nuestra Historia, de lo que España representa en la Historia universal. Por eso quieren derribar la torre de Menéndez Pelayo; no lo conseguirán jamás.

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