Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Yukio Mishima.
Vamos a viajar esta semana hasta el extremo oriente, hasta el Japón. Allí encontramos a un personaje extraordinario, fuertemente polémico, difícil de entender, fascinante por su obra –hermosísima- y estremecedor por su vida y, sobre todo, por su muerte: Yukio Mishima, aquel escritor que en los años setenta organizó un grupo paramilitar, asaltó el cuartel general del ejército japonés y allí mismo se hizo el harakiri. Mishima no puede faltar en ninguna biblioteca disidente.
Empecemos por esa escena trágica final. Es el 25 de noviembre de 1970. Un grupo de hombres uniformados ha penetrado en el cuartel general de las tropas de autodefensa japonesas; desde que acabó la segunda guerra mundial, Japón no tiene propiamente ejército, sino esas fuerzas que apenas mantienen un perfil militar. Los asaltantes son pocos y muy jóvenes. Los manda, sin embargo, un hombre conocido: el escritor Yukio Mishima, 45 años, tres veces propuesto para el premio Nobel y tan admirado por su obra como célebre por sus extravagancias. Mishima sube al balcón del edificio principal y dirige una arenga a los perplejos soldados. El escritor habla del honor del Japón y sus tradiciones. Los semisoldados le responderán con abucheos y burlas. Mishima abandona el balcón y se quita la vida. Su suicidio conmoverá al Japón.
La construcción de sí mismo
El protagonista de ese acto teatral, Yukio Mishima, era el escritor más célebre de su país. Se había identificado con la tradición y con el espíritu samurai. Sin embargo, su infancia había estado en los antípodas de todo eso. Hijo de un alto funcionario gubernamental, se había criado bajo el mando de una abuela absorbente e hiperprotectora, un tanto demente, que le aisló del mundo. Niño débil y enfermizo, intentó alistarse en el ejército durante la segunda guerra mundial, pero una tuberculosis hizo que se le rechazara. Para él fue una humillación.
Toda la frustración que el joven Mishima experimenta en el plano físico, es satisfacción en el plano cultural. Educado con esmero, desde muy temprano encuentra refugio en la literatura. Escribe sus primeras historias con doce años. Publica por primera vez en 1944, con diecinueve. La vocación literaria de Mishima es un drama familiar: su padre se opone; su madre le protege. Después de estudiar leyes, ingresa en la burocracia del Estado, como quería su padre, pero no por ello deja de escribir. Esa doble dedicación le resulta tan agotadora que su padre, por fin, cede y le permite entregarse sólo a la literatura. En 1948 publica su primera novela, Ladrones. Enseguida aparece su primer gran éxito, Confesiones de una máscara. Tiene sólo 24 años y ya se ha convertido en una celebridad.
¿Qué tiene dentro este joven Mishima? Un mundo escindido, roto. En su interior permanece el joven débil y pálido de su infancia, afeminado y morboso, fascinado por la muerte. Pero también pugna por salir una sensibilidad distinta que reivindica la fuerza, la salud, el ejercicio físico. A partir de aquí, Mishima emprende una auténtica conquista de sí mismo: se somete a una rígida disciplina de entrenamiento, hace pesas, se inicia en el kendo y otras artes marciales. Construye su personalidad, exterior e interior, con el rigor y la delicadeza que se tributa a una obra de arte. No es sólo una apuesta estética; es también una apuesta ética. Ahora bien, una ética que entra en clara contradicción con el Japón de la posguerra.
En efecto, el horizonte que la posguerra ofrece a los japoneses está a años luz del ideal heroico: un país lanzado a toda velocidad por la senda del crecimiento económico y el progreso industrial. Y para la sensibilidad de Mishima, esos valores son en realidad antivalores, y la “acción” que proponen es sencillamente miserable. Así lo explicó en Introducción a la filosofía de la acción:
“¿Cómo es posible denominar «hombre de acción» a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo. Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor. Los jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el vergonzoso espectáculo del modelo de héroe, al que aprendieron a conocer por las historietas, implacablemente derrotado y dejado marchitar por la sociedad a la que deberán pertenecer algún día”.
Los jóvenes a los que apela Mishima no son los rebeldes yeyés de las protestas estudiantiles. Porque el Japón de este momento, años sesenta, se mueve al mismo ritmo que el mundo occidental: ha adoptado sus vestimentas, sus músicas, su misma apariencia exterior. Y también la agitación juvenil parece ser la misma que se respira en los Estados Unidos o en Europa. Pero Mishima descree de esa efervescencia. Así lo había escrito en 1960, en Después del banquete:
“Los jóvenes de ahora hacen exactamente lo que siempre hicieron los jóvenes. Sólo la indumentaria difiere. Los jóvenes creen estúpidamente que lo que es nuevo para ellos debe serlo también para cualquier otro. Por mucho que abominen de los convencionalismos, están simplemente repitiendo lo que otros hicieron antes. La única diferencia es que la sociedad ya no se asombra tanto como antes de sus extravagancias y que para llamar la atención los jóvenes han de incurrir en exageraciones cada vez mayores”.
Reencontrar la tradición
A esos jóvenes, Mishima les ofrece un ideal distinto: frente a la decadencia moral y espiritual, reencontrar la huella perdida de su tradición. Nuestro protagonista defiende la figura del emperador como la mayor señal de identidad de su pueblo. Defiende la memoria del samurái. Defiende el entrenamiento bélico. Defiende el cultivo de las tradiciones culturales japonesas. Todo ello en el mismo paquete, en un mismo corpus doctrinal. A mediados de los años sesenta el propio Mishima se apunta a cursos de entrenamiento en las Fuerzas de Autodefensa. Y enseguida empieza a reclutar un pequeño ejército privado: la Tatenokai, la “Sociedad del Escudo”, integrada por jóvenes estudiantes patriotas a los que proporciona entrenamiento militar e imbuye de ideología tradicionalista.
No estamos hablando de un marginal o de un extremista; estamos hablando de un autor que entre los años cincuenta y sesenta ha construido una obra tan cuantiosa como extraordinaria -40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, 20 libros de ensayos, un libreto-, que ya está siendo traducido masivamente al inglés y que, por otra parte, lleva una vida aparentemente normal, incluso occidentalizada. Es un triunfador, un hombre de éxito: también su vida privada parece normal: casado, con dos hijos. Pero Mishima se hace espectáculo, como corresponde a la sociedad moderna: se hace retratar en innumerables poses, hasta desnudo.
¿Un provocador? Mucho más que eso: por ejemplo, Mishima se retrata desnudo sin otro atavío que las joyas de su mujer y una espada del siglo XVI, pero el espejo, la joya y la espada son los símbolos del emperador. Bajo la provocación y el espectáculo, tan modernos, hay un mensaje cifrado de defensa de la tradición. Todo es contradictorio en este artista que representa al mismo tiempo la cara más contemporánea del Japón y la defensa de las tradiciones perdidas.
Y todo esto, ¿es arte o es política? ¿Es la creación estética de un artista o es un movimiento que aspira a hacerse con el poder? Es ambas cosas. Para Mishima, las fronteras entre el arte y la política se han borrado. ¿Por qué? Porque los políticos tratan de hacer suya la irresponsabilidad del artista. Él lo explicaba así:
“El arte pertenece a un sistema que siempre resulta inocente, mientras que la acción política tiene como principio fundamental la responsabilidad. (…) El problema es que la situación política moderna ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio; ha transformado la sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores, y, en definitiva, es la causa de la politización del arte; la actividad política ya no alcanza el nivel del antiguo rigor de lo concreto y de la responsabilidad”.
En esas condiciones, el artista adquiere voluntariamente una responsabilidad que pasa de lo estético a lo político o, mejor aún, que funde ambas esferas. El gesto político del artista no puede dejar de ser un gesto artístico. Ese es el contexto que permite entender su suicidio, el 25 de noviembre de 1970, con el que abríamos nuestro relato.
Seppuku
Esa mañana, Mishima entregó a su editor la última parte de El mar de la fertilidad, su obra más perfecta; una excelente tetralogía comenzada en 1964 e integrada por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel. Cumplido ese trámite, recogió un poema escrito días antes: el llamado jisei, poema que uno debe componer antes de morir. También verificó sus últimas disposiciones para la familia: que todos los papeles estuvieran en orden. Acto seguido, se dirigió con cuatro hombres de la Tatenokai, ataviados con su uniforme propio, al cuartel general en Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Pidieron visitar al comandante en jefe. Éste les recibió en su despacho. Mishima y sus hombres ataron al general a una silla, cercaron el despacho con barricadas y salieron al balcón desplegando pancartas con sus reivindicaciones. Mishima subió a la balaustrada y tomó la palabra ante la tropa, apiñada en el patio.
¿Qué pedía el escritor? Muy sucintamente: que las fuerzas de autodefensa se levantaran, dieran un golpe de Estado y devolvieran al emperador a su legítimo lugar. La reacción de la tropa fue desoladora: gritos, burlas. A Mishima, en todo caso, no le importaba la tropa. Terminó su discurso y volvió al despacho. Allí cometerá seppuku.
El seppuku o harakiri es una técnica compleja. El suicida debe abrirse el vientre e, inmediatamente después, un ayudante ha de decapitarle con un tajo de katana. El encargado de este último trance es el lugarteniente de Mishima, Masakatsu Morita. Pero Morita falla por dos veces. Otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, será quien dé el golpe de gracia. Morita se suicidará también. Todos ellos pensarían en las palabras que Mishima había escrito en su Introducción a la filosofía de la acción:
“La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida humana”.
¿Por qué traer aquí, hoy, a Mishima? Porque desde su mundo, que era el de la tradición japonesa, tan distinta a la nuestra, reivindicó valores permanentes y además los expresó con una calidad sobresaliente. Mishima desborda veneración por la belleza, gratitud al héroe, amor a una tradición perpetuamente renovada, denuncia de la decadencia moral y espiritual. Su final trágico, en el contexto de la cultura japonesa, quiso ser consecuente con una opción de vida y de pensamiento. Hay que ser japonés para hacer algo así, pero no es preciso serlo para entender el gesto; tampoco hay que ser japonés para reconocer en Mishima a uno de los autores más sugestivos del siglo XX.