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Vivimos en tiempos absurdos

El caso Dilbert o el triunfo de la Teoría Crítica de la Raza

«Dilbert tag» por Ol.v!er [H2vPk] icon licencia CC BY 2.0.

Un gran escándalo se desató cuando Scott Adams, el caricaturista padre de la famosa tira Dilbert, se refirió a una reciente encuesta de Rasmussen Reports en la que se preguntaba si los participantes estaban de acuerdo con la frase «Está bien ser blanco». En la encuesta una mayoría ajustada, el 53 por ciento de los participantes respondió que sí, mientras que un 26 por ciento dijo que no y el 21 por ciento restante dijo no estar seguro sobre si estaba bien o mal ser blanco.

Adams manifestó estar ofendido y atemorizado por este resultado, situación que lo llevó a tomar al 47 por ciento de los participantes por el universo completo de los afroamericanos. Entonces los tildó a todos de «grupo de odio» e instó a los blancos a «alejarse, porque no hay forma de solucionar esto. Esto no se puede arreglar. Sólo tienen que escapar. Se acabó. Ni siquiera piensen que tiene sentido intentarlo. Ya estoy cansado», concluyó. Lo que vino luego fue una cancelación masiva de la tira cómica de Dilbert que está presente en los medios norteamericanos desde 1989. Decenas de medios decidieron cortar toda relación con Adams y con sus producciones, sus declaraciones se convirtieron en tema de polémica internacional. 

Adams había asociado un determinado color de piel a una conducta y de esa forma caracterizaba negativamente a un grupo de personas sin que estas personas hubieran hecho manifestación alguna. Al mismo tiempo se viralizaba en las redes un viejo vídeo de la página web CUT, que preguntaba «What White People Are Superior At?» en el que los participantes repetidamente asociaban conductas negativas y reprochables a «las personas blancas» sólo por el hecho de serlo. Esta sucesión de eventos funestos basados exclusivamente en la colectivización en función del color de piel: la encuesta, el video y la reacción de Adams instigando a separar gente, sumaron unos cuantos centímetros al lacerante tajo que separa la trama social estadounidense y que comienza a derramarse por todo el mundo. 

Esta grieta brutal no tiene fondo y viene creciendo desde hace años, pero como casi todas las manifestaciones de malestar social, se profundizaron en la última década y más específicamente en el último par de años desde que las élites políticas y culturales decidieron tomar como verdad revelada una corriente de pensamiento que pretende enmendar el pasado repartiendo culpas colectivas en el presente. Se trata de la Teoría Crítica de la Raza (TCR) que sostiene que las instituciones de EEUU son inherente y estructuralmente racistas y cuyo objetivo es generar y preservar la desigualdad social, política y económica entre blancos y negros.

La Teoría Crítica de la Raza cobra volumen académico hacia mediados del siglo pasado con el objetivo de explicar las tensiones raciales en EE.UU. Aprovechando las heridas aún abiertas en esta materia, la TCR se afinca como un artefacto colectivista que busca poner culpas comunitarias y con ellas generar fragmentaciones sociales. Mecanismo que por cierto es muy conocido y que se ve a repetición con el indigenismo, por ejemplo. La TCR considera que la discriminación de una persona por el color de su piel no es una conducta que ejerza un individuo, sino que es una actitud de orden social general, transferido a traves de las instituciones, y que a la larga se ve reflejado en las leyes o normas sociales, otro mecanismo bien conocido, postulado también por el feminismo radical, por ejemplo. Esta asombrosa coincidencia no es tal, la estrategia de culpa colectiva pretérita se aplica urbi et orbi.

El exponencial desarrollo académico que ha obtenido la TCR le ha permitido difundir, casi sin controversia, que las directrices de los movimientos de los derechos civiles de los años 60 dejaron el trabajo inconcluso. La TCR sostiene que debido a que ese trabajo está incompleto se mantienen incólumnes las «desigualdades» identitarias que son males sistémicos (racismo sistémico, machismo sistémico, discriminación sistémica). Los defensores de la TCR sostienen que la Ley de Derechos Civiles eliminó el racismo de las leyes, el racismo de iure, pero preservó el racismo de facto y por tanto el sistema actual está totalmente envenenado, tanto instituciones, como tradiciones, arte, ciencia, idioma y varios etcéteras. Vale decir que, aún cuando no existan desde hace décadas leyes o normas discriminatorias, la condición sistémica del mal no puede borrarse sin dinamitar dicho sistema. 

Es tan aberrante creer que una característica física puede determinar que un «colectivo» sea menos inteligente o más violento, como creer que una característica física puede determinar que un «colectivo» sea más explotador o racista. Por definición, el racismo es la creencia de que el perimido concepto de «raza» es el principal determinante de los atributos y capacidades, vale decir que el color adherido a la piel es algo que supera la capacidad de las personas para actuar de una u otra manera, es un atributo inmutable. Este razonamiento es tan incomnensurablemente estúpido como insostenible respecto de la asombrosa variedad y cantidad de tonos de piel y características físicas que los humanos tenemos a lo largo del mundo. Sin embargo, esta es la discusión que la TCR está poniendo sobre el tapete. Sólo cabe preguntarse con qué objetivo.

Uno de los defensores de la TCR, el profesor de la Universidad de Boston Ibram X. Kendi sostiene que «El racismo y el capitalismo surgen al mismo tiempo y se han alimentado mutuamente» (como si antes del surgimiento del capitalismo no hubiera existido la conquista, opresión y segregación en la historia) y ha propuesto derrotar al capitalismo porque «para ser en verdad antirracista, hay que ser anticapitalista también». Amparado sobre esta desigualdad sistémica que atribuye al capitalismo, la TCR reclama que se subordinen derechos como la presunción de inocencia, la propiedad privada o la libertad de expresión, con el fin de derruir las estructuras de dominación subyacentes. Consecuentes con las propuestas de los desconstructivistas franceses y su teoría de la revolución molecular, surgen de la TCR numerosos cursos, políticas públicas y eventos destinados a «reeducar» a la sociedad blanca acusada de cometer «microinequidades» del mismo modo que desde estructuras ministeriales y educativas de las democracias liberales surgen acciones para deconstruir a los varones que cometen los «micromachismos» que escapan a la justicia penal. Otra vez la reiteración de mecanismos.

La TCR tuvo un gran espaldarazo en 2019 con el promocionado lanzamiento del Proyecto 1619 desarrollado por The New York Times y The New York Times Magazine, cuyo objetivo era «replantear la historia del país colocando las consecuencias de la esclavitud y las contribuciones de los afroamericanos en el centro mismo de la narrativa nacional de los Estados Unidos». El Proyecto 1619 fue tan tendencioso que recibió duras críticas de historiadores e investigadores por su deformación de los fenómenos históricos. Pero sin embargo sigue funcionando como referencia académica y refuerza el sesgo de confirmación propio de todos los proyectos de revisionismo histórico que también se observan en las ideologías anticapitalistas.

Volviendo al paquete de ejemplos coyunturales como las declaraciones de Adams, la encuesta de Rasmussen y el video de CUT, lo que se observa es que más allá de las inconsistencias lógicas, teóricas, históricas o académicas, la TCR está activamente presente, su impacto en la sociedad ha sido catastrófico, y ha logrado cuotas de ira, desconfianza y miedo que hacen que los que se sienten discriminados a uno y otro lado hayan bajado los brazos y no estén dispuestos a revertir la situación.

En la aplicación de la Ventana de Overton la clave está en encontrar la línea más extrema considerada aceptable por la mayoría de la gente. La Ventana de Overton del racismo sistémico ha sido progresivamente regada por la TCR corriendo el eje de la discusión hacia la existencia de un racismo que no es individual o voluntario sino colectivo e inmanente, logrando imponer como la verdad absoluta el concepto de discriminacion positiva o «acción afirmativa». Evidentemente la mayoría de la gente se sentiría afectada si fuera señalada como racista, pudiendo esgrimir no haber cometido ninguna acción racista, pero si las culpas se diluyen hacia un colectivo que además es histórico, la cosa se vuelve más aceptable. Emerge el linaje marxista en los eufemismos estrella de la TCR, como «desigualdad estructural», «justicia social», «diversidad» o «inclusión», gran atajo que consiguió encontrar la línea aceptable para la mayoría de la sociedad: «aunque usted no cometa actos racistas, su lugar en la sociedad y su pertenencia colectiva sí lo es».

Una vez instalado esto, en adelante quien obtiene éxito en una sociedad envenenada de racismo sistémico se convierte necesariamente en un opresor, más claro imposible. Peor aún: no alcanza con no ser racista, si alguien se encuentra bien incorporado al sistema y no intenta derribarlo, entonces es igualmente racista. De hecho la TCR rechaza que exista el «racismo inverso» porque sostiene (otro dislate de profunda ignorancia histórica) que sólo se puede decir que es racismo si proviene de la estructura de opresión histórica que según su propio revisionismo histórico solamente fue sufrida por los negros a manos de los blancos. 

De hecho, cuando la TCR argumenta en este sentido, pone como ejemplos los relacionados con el esclavismo africano o la conquista de América, omitiendo el resto de los miles y miles de ejemplos de esclavismo hacia todo tipo de personas sin importar su color de piel que ocurrieron a lo largo de la historia, así como las infinitas historias de conquista y opresión. Para la TCR sólo existe un tipo de esclavitud que es la que le permitió correr la Ventana de Overton y no importa que haya ocurrido siglos atrás. ¿Qué responsabilidad le cabe a quienes viven actualmente? La pertenencia al colectivo blanco. Se trata de una culpa hereditaria, estamental y estructural. Hete aquí la madre del borrego: si todo es estructura y está impregnado de racismo hay que terminar con todo. La TCR se está enseñando en escuelas y en los medios: están enseñando a odiar y es un experimento con una fuerza global sin precedentes.

La TCR ha logrado en pocos años barrer con la idea de que somos individuos, capaces de razonar entre nosotros como iguales y en cambio ha instalado que somos involuntarios representantes de construcciones raciales en lucha permanente. Así es como se llega al grupo de acontecimientos que protagonizaron Adams, los entrevistados que sostenían que «no está bien ser blanco» o los participantes del video. 

«Yo tengo un sueño, que un día en las coloradas colinas de Georgia, los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad» decía Martin Luther King apuntando a la igualdad entre individuos, y no parece que la exaltación de estereotipos y de prejuicios sea el camino para lograrlo. No se busca combatir el racismo si se lo promueve acusando a las personas no por sus actos sino por su color de piel, y esto es exactamente lo que hace la TCR. Por eso, es preocupante el abandono de toda racionalidad, que surge de las expresiones de Adams, de la encuesta y del video. Todos estos eventos son un claro indicio del éxito de la TCR, combatirla es un imperativo moral. 

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