«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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28 de junio de 2022

Hasta ahí podíamos llegar

La ministra comunista de Igualdad, Irene Montero (EP)

La corrección política es una de las mejores formas de coartar la libertad de pensamiento. Al impedir la libre expresión de las ideas, por más que esas ideas puedan herir o chocar con el Estado o con una parte de la población, se dañan los principios fundamentales de una democracia como son el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura. Pero, más allá, se daña la propia generación de ideas de una persona cualquiera que al verse incapaz de reconciliar su pensamiento con la falta de libertad de expresión del mismo, opta la mayoría de las veces por modificar su estructura mental para ahorrarse… complicaciones.

No diremos, porque no somos sectarios, que la corrección política no ha servido para nada bueno. Alguna pequeñez, como la indiferencia general hacia lo que haga la gente en la cama, ha supuesto un avance. El problema es que, conseguida esa indiferencia, la ideología que la inspiró ha continuado desplazando la Ventana de Overton —un castizo diría tensando la cuerda—, hasta que el paisaje que se ve desde la ventana es ridículo, irreal y lleno de inexistentes unicornios. Alguien diría que se han pasado de frenada. Ojalá. Porque eso significaría que han frenado. Pero no lo hacen. Al revés, aceleran.

Podríamos citar cien casos de aplicación de la corrección política hasta extremos de ruptura con la verdad. En el cambio climático, brechas salariales, techos de cristal, derechos reproductivos, multiculturalidad, globalismo, educación… por citar sólo algunos de los grandes temas, las ideologías que dan sustento a la corrección política han sobrepasado cien veces, mil, los límites naturales de la vergüenza sin apenas más oposición visible que unos pocos canales pequeños e irreductibles, algunos periódicos online libres y sólo un partido político nacional empeñado en señalar que el rey va desnudo. 

La actualidad nos regaló ayer una información que demuestra esa ruptura de la cuerda tensada. Una noticia, la de que un juez español ha autorizado el cambio de registro del sexo biológico de una menor de ocho años «por su elevado nivel de madurez», que ha sacudido a buena parte de la sociedad española que tuvo acceso a esa información. Es descabellado —y lo sabemos porque hemos pasado por ahí— pensar que un niño de ocho años pueda demostrar un nivel elevado de madurez. Pero más descabellado es que haya leyes ideológicas que amparen y protejan la decisión del juez.

Esta es la última frontera. Cuando el discurso no basta, cuando el relato es ridículo, cuando la corrección política es incapaz, ni siquiera bajo amenaza de cancelación social, de parar la ola de críticas fundadas que se basan tanto en criterios científicos como en los razonamientos más sencillos, es cuando la izquierda y el centrismo (recuerden las leyes de ideología de género aprobadas y jamás rectificadas por el Partido Popular en la Comunidad de Madrid) promulgan leyes que obligan, por la fuerza si es necesario, a que pensemos y actuemos de una manera determinada.

Desde luego, va a ser necesario la amenaza de la fuerza, de las multas, de los cierres, incluso de la violencia, para que la mayoría de los españoles acatemos sin rebelarnos esta espiral de locura que llega con las leyes trans impuestas por los partidos del Gobierno, sus aliados y sus cómplices. Sobre todo, porque están jugando con la salud mental y el futuro de un niño para satisfacer sus ansias de poder y de control. Y eso sí que no. Hasta ahí podíamos llegar.

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