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Para entender qué nos ha pasado y lo que nos pasará

Covid, año II: las seis lecciones que ya deberíamos haber aprendido

El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón (O.BARROSO.POOL / Europa Press)

Si hay algo en lo que están de acuerdo la mayoría de los intelectuales es que el hombre (y en estos momentos post 8M también la mujer) no aprende de sus errores. Como mucho aprende a cometer unos nuevos. Los españoles (y españolas) no somos diferentes en esto, aunque si lo fuéramos hasta la pandemia en sol, playas, bares, cervezas, jamón y pinchos de tortilla (¿en qué otro país se erigiría un concurrido museo al jamón?).  Pero a lo que vamos: ahora que nos adentramos en el año II de la pandemia no estaría de más un humilde ejercicio de reflexión sobre lo que ha pasado, por qué y cómo ha pasado para entender qué está pasando y que nos va a pasar. Como eso exigiría todo un tratado, vayan de momento aquí algunas de las lecciones que yo he aprendido en estos duros meses.

Primera, en España solo habrá uno o dos expertos como mucho y ninguno de ellos es Fernando Simón. Hace justo ahora un año, de Lorenzo Milá a la vicepresidente Carmen Calvo, pasando por Ferreras y Susanna Griso, todos corrían a decir en sus medios que el Covid-19 era más leve que la gripe estacional, que no se hiciera caso de los alarmistas (en cuyo saco metían al prestigioso doctor Cavadas, entre otros) y gritaban cosas como que el “machismo mata más que el coronavirus”.  Cuando se les ha pedido cuentas, ni un lamento, sólo la excusa de que no se sabia o que era lo que los “expertos” decían. Se callan que esos supuestos expertos estaban al servicio del Gobierno de Sánchez/Iglesias y que, además, como hemos sabido después, no existían. De Simón, que ni siquiera ha sabido limpiar su imagen personal con la colaboración de Calleja y repite maniobra ahora con Évole, ya sabemos que de lo único que es experto es de la equivocación. Ni vio la primera ola, ni la segunda, ni la tercera, ni nada de nada, de las mascarillas a los tests. En cualquier democracia sensata, habría dimitido. En otros tiempos se le habría decapitado en la plaza del pueblo.

Sin expertos que respaldaran sus decisiones, el Gobierno ha adoptado las medidas que ha querido con un único fin en mente: afianzarse en el poder

Segunda, la salud es la política por otros medios. Por mucho que Sánchez quisiera hacerse pasar por Churchill (aunque no se acerque, en realidad, ni a la altura de su chucho Rufus) y nos inundara con declaraciones y partes semanales de guerra, nunca sufrimos bombardeos ni destrucción material alguna. En lugar de acabar en las trincheras, los españoles (y españolas) acabamos en el sofá de nuestro salón, zapeando, o en la cocina, amasando bollitos. El Estado de Alarma, con los representantes de las fuerzas armadas y la Guardia Civil en la tele mientras convino, servía, como bien indica su nombre, para causar alarma, no para reducirla. No ha servido para aquello de doblegar la curva, sino para doblegar a los ciudadanos, divididos ahora entre una gran mayoría de resignados y unos pocos irresponsables. Quien lo dude, que mire con detenimiento los trágicos números y su evolución en nada o poco relacionada con las medidas y restricciones. Sin expertos que respaldaran sus decisiones, el Gobierno ha adoptado las medidas que ha querido con un único fin en mente: afianzarse en el poder. Cuando le ha venido bien, para asegurar su autoridad, ha centralizado las políticas sobre las autonomías; cuando se ha querido quitar de en medio (¿lavar las manos?), les ha arrojado la patata caliente a los gobiernos regionales. Ni estrategia, ni salud, sólo política no para el pueblo, sino contra el pueblo, con quien se sigue jugando.

Tercero, España no es Disneylandia. Cierto, en España se vive bien, se come bien y se roba bien. Somos una nación tan rica como para poder soportar toda la corrupción de la que se aprovechan pillos de toda ralea y condición. Sol, un estado de bienestar muy generoso y el milagro económico de los años de Aznar, nos llevó a creernos el mejor país del mundo. Pero el mejor país del mundo con unas instituciones frágiles. Es verdad que, en casi todos los países, el riesgo de colapso sanitario ha estado presente, pero para tener el “mejor sistema sanitario del mundo”, los fallos han sido excesivos. No voy a hablar de que tengamos el récord de sanitarios contagiados, porque eso responde a la improvisación del gobierno y a la jungla autonómica, ni a que tengamos menos UCIs por habitante que Alemania, por ejemplo. Nadie quiere pagar por algo que no se piensa vaya a ser utilizado. Hasta que se necesita. No, sólo baste mencionar el sacrificio que se ha impuesto a todos los españoles enfermos de otras cosas que no sean el Covid y que han visto cómo eran desplazados de la atención médica porque el Covid lo tragaba todo. Un millón de intervenciones quirúrgicas han sido aplazadas y las listas de espera en cirugía se han disparado de unas pocas semanas a medio año. ¿Por qué un enfermo de Covid debe tener preferencia sobre uno de cáncer? Dicen que las guerras sacan lo mejor y lo peor de las personas. Esta pandemia ha dejado de relieve las peores carencias de nuestro sistema sanitario y de sus responsables políticos. 

El Gobierno decidió que los mayores tenían que morir: solos, aislados, abandonados. Sin piedad ni compasión

En cuarto lugar, no es país para mayores. Pero no sólo, desgraciadamente, porque hayan sido la mayoría de los fallecidos. También por cómo el Gobierno decidió que tenían que morir: solos, aislados, abandonados. Sin piedad ni compasión. Cuerpos que no se entregaban sus familiares, fumigados en secreto, incinerados donde fuera factible. Silencio absoluto sobre un vicepresidente Iglesias que quiso hacerse el valiente y asumió toda la responsabilidad sobre las residencias de mayores, sólo para desaparecer de la escena. ¿Alguien recuerda que haya visitado a una residencia y hablado con sus mayores? Imposible, porque no ha tenido a bien hacerlo. Para no enfangar su imagen. Pero ha habido otra cosa que tampoco se quiere ver y que me parece muy relevante: las condiciones de existencia de una buena parte de estas residencias son deplorables, puros aparcamientos de personas a las que las familias y la sociedad sólo ven como una carga y a los que se trata demasiadas veces de manera abominable. Estúpido cuando sabemos a ciencia cierta que todos acabaremos igual. Es un problema social que se condensa perfectamente en aquella frase de una concejal canaria que se quejaba de que estuviéramos llenando de viejos la Tierra. Ni viejos ni niños. Nadie los quiere en España. Triste y suicida realidad.

Si el Gobierno hubiera invertido en el desarrollo y compra de tests, ahora podríamos disfrutar de una movilidad sin apenas restricciones

Quinto, se nos ha convertido en una sociedad de penitentes. Frente a la pandemia se ha recurrido a métodos medievales, pero mal utilizados. En lugar de aislar a los enfermos y proteger a los vulnerables, se ha castigado a todos, enfermos y sanos por igual. Cierres perimetrales y restricciones a la movilidad; cierres a sectores económicos, como la restauración y hostelería; limitaciones drásticas a los viajes internacionales, confinamientos de todo tipo y grado; y ahora, un supuesto pasaporte de vacunación que castiga a quien no tiene acceso a la vacuna. Ahora nos creemos mucho mejor que hace un año porque podemos salir de casa a pasear y en algunas autonomías, como Madrid, hasta podemos disfrutar de las terracitas, pero de irnos a la playa, ni hablar. Y en buena parte porque no se ha querido desarrollar un sistema de tests que permitan el seguimiento de las infecciones. Si el Gobierno, en lugar de dedicarse a salvar de la quiebra a sus amigos y en seguir subvencionando a sindicatos y medios de comunicación para que le coman de la mano, hubiera invertido en el desarrollo y compra de tests, ahora podríamos disfrutar de una movilidad sin apenas restricciones. Si no se ha hecho, por algo será. 

Los medios, debidamente regados, nos recuerdan machaconamente que el riesgo -no la verdad- está ahí fuera y que, por tanto, debemos obedecer

Y en sexto lugar, somos un país de histéricos. No sólo porque del negacionismo absoluto que alimentó el Gobierno hasta que lo opuesto le vino mucho mejor; o porque todos los medios de comunicación, debidamente regados de millones del erario público, esto es, de nuestros bolsillos, se pasen los días mostrando curvas y cifras de muertes, ingresos en UCIs, hospitalizaciones y contagios, machaconamente para recordarnos que el riesgo -no la verdad- está ahí fuera y que, por tanto, debemos obedecer. La izquierda se ha vuelto tan intolerante que sólo acepta la plena sumisión a sus postulados, aunque pongan en peligro la salud de los demás. Así, en lugar de reconocer que el 8M del 2020 pasará a los anales de la Historia como el día de la Mujer Contagiadora, se han revuelto para no aceptar y cumplir las sentencias judiciales que prohibían las concentraciones en Madrid y han logrado que, en las demás regiones, la cobardía política permitiera reuniones que van en contra del sentido común y de la salud pública. Se prefieren aquelarres a celebraciones.

Hay muchas otras cosas a aprender. Lo único que espero es no tener que hacer un nuevo artículo dentro de un año porque nuestros dirigentes políticos sigan siendo tan incompetentes y ruines como para no tener vacunados a todos los españoles. Que no lo descarto.


Rafael Bardají, articulista de La Gaceta de la Iberosfera, es especialista en política internacional, seguridad y defensa. Asesor de tres ministros de Defensa y la OTAN, en la actualidad es director de la consultora World Wide Strategy. Todos sus artículos, aquí.

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