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LA 'CONVIVENCIA' HA SIDO LA justificación QUE tantas veces se ha usado en los últimos 40 años

Cuando Madrid afloja, Cataluña aprieta: por qué ceder hace más fuerte al separatismo

Artur Mas y Jordi Pujol. EUROPA PRESS

Es 1980 un hombre recién llegado del exilio predica en el desierto sobre el futuro de Cataluña: “Pujol luchará y pactará hasta con el diablo para ser president, porque ahí espera tener su mejor escudo. Y en cuanto estalle el escándalo de su banco (Banca Catalana) se liará la estelada a su cuerpo y se hará víctima del centralismo de Madrid. Ya lo estoy viendo: Catalans, España nos roba… No nos dan ni la mitad de lo que nosotros les damos y además pisotean nuestra lengua… Catalans, ¡Visca Catalunya!”. Con esta clarividencia Josep Tarradellas, primer presidente de la Generalidad tras la muerte de Franco, se refiere a su sucesor Jordi Pujol el mismo año que éste toma posesión del cargo. Muy pronto sus predicciones comienzan a tener visos de realidad: a los cinco años Tarradellas ya habla de la existencia de una dictadura en su tierra. “La gente se olvida de que en Cataluña gobierna la derecha; que hay una dictadura blanca muy peligrosa, que no fusila, que no mata, pero que dejará un lastre muy fuerte”. 

Si cuatro décadas después la CIU de Pujol (mutada en otras siglas) ha llegado tan lejos hasta pilotar un proceso de independencia en Cataluña -aún vigente- no ha sido sólo por voluntad y determinación propias, sino por la dejación de quienes debían haberle frenado desde el Gobierno central. Que Pujol haya liderado un partido de derechas, como sucede con el PNV, ha sido una más que probable coartada con la que sus fechorías han pasado por minucias para los gobiernos de Aznar y todo lo demás: Conferencia Episcopal, empresarios y hasta la corona. Quizá por este motivo al separatismo catalán se le llamó nacionalismo, como si rebajarla a esta categoría pudiera modificar su ADN secesionista.

Un factor que, sin duda, ayudó al avance del rodillo separatista catalán fue el terrorismo de ETA. El Estado, por motivos evidentes, se volcaba en combatir a la banda que cada semana desde la Transición asesinaba a policías, guardias civiles y militares. Un enorme pulso a España bañado en sangre que fue aprovechado por el tacticismo pujolista para pactar con Madrid cuando fuera necesario. Ese momento fue 1996 y se llamó Majestic. Aznar necesitaba el apoyo de CIU para llegar a la Moncloa y bien que lo pagó: el Estado entregaba las competencias de educación a la Generalidad a cambio de un puñado de escaños. Era mentira que aquello se hiciera para garantizar la estabilidad de España (si acaso la del Gobierno), pues el acuerdo se cimentaba sobre la imposición en las escuelas catalanas de unos planes de estudio de abierto carácter separatista. La secesión, hasta entonces sólo latente en la hoja de ruta de Pujol, avanzaba ahora oficialmente ante la complicidad de todos los poderes del Estado. 

Para seguir con el plan, Pujol cometió uno de los mayores actos de odio contra España que se recuerdan: priorizar la inmigración norteafricana en detrimento de la hispanoamericana. Musulmanes por cristianos. Marroquíes o argelinos mejor que ecuatorianos o venezolanos. Puerta abierta a quien no se adapta y trabas a quien sí lo hace. Pujol sabía todo eso, así que no cabe imputarle un error de cálculo, sino todo lo contario: entendió que sería más fácil exigir a un marroquí aprender catalán que a un colombiano que, al hablar español, no pondría interés alguno en el idioma regional. La esperanza del separatismo era que entorpeciendo la integración se creara un caladero de futuros votantes para la causa. Estos lazos entre la Generalidad y Rabat dejaron estampas insólitas como el recibimiento con honores militares a Jordi Pujol en el aeropuerto de Marrakech en 1994. Durante esa visita sus huéspedes instalaron la enseña catalana entre dos grandes banderas marroquíes en la fachada del hotel en que se hospedó, el Mamounia, entonces el más lujoso de África. 

Así llegamos hasta 2014, año en que Cataluña cuenta con 300.000 marroquíes y Artur Mas da un paso más aprobando el Plan Marruecos para convertir a los inmigrantes marroquíes en carne de cañón separatista como votantes en el referéndum por la independencia el 9 de noviembre de 2014. Además el plan incluía un programa de lenguas de origen mediante el cual “se proporcionaría profesorado a los alumnos de origen marroquí pero también catalán”.

Claro que antes de Aznar estuvo Felipe González, que hizo lo propio entregando las competencias penitenciarias a Cataluña en 1983, la comunidad, por cierto, con más transferencias a su favor. Esto debería tirar por tierra para siempre el argumento de que la cesión aplaca a la fiera cuando es exactamente al revés: la hace más fuerte. Y el referéndum es la prueba, ya que tras el primero vino el segundo en 2017.

Para evitarlo Rajoy envió a su vicepresidenta Soraya Saénz de Santamaría a reunirse con el Gobierno de Puigdemont y Junqueras. Fue la ‘operación diálogo’ y el resultado no pudo salir peor: las urnas se colocaron el 1 de octubre. De nada sirvió que la número 2 de Rajoy acondicionara un despacho en la Delegación del Gobierno en Cataluña ni que posara sonriente y relajada con Junqueras colgado de sus hombros. Seis meses tardó Rajoy en percatarse de su fracaso con un plan de cesiones de lo más variado: repartos multimillonarios para destinar a infraestructuras, los ventajosos préstamos del FLA o decir que fue un error recurrir el estatuto de Zapatero ante el Tribunal Constitucional. Tampoco quería saber nada del 155 que acabó aplicando después de que Puigdemont se le escapara escondido en el maletero de un coche. 

Juzgados los hechos, el Supremo condenó por sedición a los golpistas en 2019 que, dos años después, salen a la calle indultados por el Gobierno de Sánchez. La justificación es la que tantas veces se ha usado en los últimos 40 años para explicar lo inexplicable: convivencia, entendimiento, reencuentro, estabilidad… Naturalmente no se lo cree nadie, incluidos los agraciados como Junqueras, que nada más salir ha dicho que esto demuestra la debilidad del Estado y que siguen trabajando por la independencia.

¿Y qué sucede cuando se hace lo contrario y se combate con firmeza al separatismo? La única vez que ha ocurrido fue con la ilegalización de Batasuna impulsada por Aznar en el pacto por las libertades y contra el terrorismo suscrito con el PSOE en el 2000. Los agoreros dijeron que aquello provocaría un recrudecimiento del terrorismo y que el País Vasco ardería. Se equivocaron: la eficaz acción policial combinada con el estrangulamiento financiero que supuso la expulsión de los proetarras de las instituciones, dejaron a ETA y a su entorno más débiles que nunca.

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