«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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las democracias occidentales están perdiendo la guerra de la (des)información ante fuerzas totalitarias

En Colombia nos va la libertad, y no solo la de América

Un manifestante lanza un objeto contra la policía en Colombia. REUTERS

En los últimos diez días han llegado a todos los medios del planeta imágenes de una joven colombiana con la bandera de la patria frente a un muro de oscuros y tenebrosos policías con escudos, cascos y armas. Ella, inocente, frágil y desvalida frente a la brutal fuerza policial. En coreano y en ruso, en letón y en portugués, en swahili, en árabe y en farsi, en decenas de lenguas se explica por las redes y en los medios la supuesta realidad que simboliza la imagen: el cruel aplastamiento de la población colombiana por parte de un gobierno implacable, despótico y violento que disfruta haciendo sufrir y morir a jóvenes y ancianos, hombres, mujeres y niños. Eso es lo que han oído estos días sobre Colombia por todos los rincones del mundo.

De lo que no saben nada todas esas opiniones públicas del planeta que se creen informadas y asustadas por lo que pasa en Colombia es de esos diez policías, diez trabajadores colombianos de sueldos muy modestos, que un comando de activistas intentó quemar vivos en su comisaría. Y que al salir para no morir fueron brutalmente apaleados. Nada han oído de las palizas y acuchillamientos de otros policías y de guardas y funcionarios o meros transeúntes, mensajeros, conductores que se esforzaban por su trabajo y su deber, por su salario con el que alimentan a la familia. Ni se imaginan las amenazas a todo el que quería trabajar, ni la ruina causada por los bloqueos de autoproclamados vigilantes en controles de carretera y salteadores de caminos. O la brutal destrucción de patrimonio y bienes privados y públicos y las estaciones incendiadas al igual que en Chile un año atrás.

Las fuerzas que han logrado movilizar el descontento en beneficio de sus intereses políticos y controlado y manipulado las manifestaciones hasta convertirlas en un pulso para la deslegitimación del Estado democrático colombiano han sido capaces de difundir su mensaje a todo el globo y que este fuera a su vez repetido por medios internacionales con reputación de seriedad y dotarlo así de credibilidad. Por el contrario, el Estado democrático de Colombia con su presidente legítimo, su gobierno y todo su aparato, con sus canales diplomáticos y sus alianzas, han sido del todo incapaces de hacer llegar al mundo ni siquiera unas cuantas verdades para contrarrestar el tsunami de mentiras de la agitación revolucionaria y propaganda comunista convertidas en respetable “información” de los grandes medios privados y públicos de todo el mundo.   

Colombia es el último, doloroso y muy trágico, ejemplo de un fenómeno que recorre todo el mundo libre y amenaza con acabar con él. Es el hecho cierto de que las democracias occidentales están perdiendo la guerra de la (des)información ante fuerzas totalitarias que están mucho más preparadas, dedicadas y organizadas. Estas consiguen espectaculares éxitos en manipular las realidades para crear auténticas bombas de falsedades que generan sentimientos hostiles hacia los poderes democráticos. Triunfa por todo el mundo la propaganda de la izquierda totalitaria, a volandas por las redes, todas ellas favorables a su causa, y gracias a la hegemonía “progresista” mediática impuesta por las élites en las democracias occidentales. Las informaciones sesgadas no vuelan solo por las redes y los medios simpatizantes de su causa del socialismo, que son la mayoría, también en los medios mayoritarios de las democracias consolidadas europeas. En realidad, también están en las informaciones de política e historia de Wikipedia, en las búsquedas de Google, en las ofertas de literatura y cine como en Netflix y la inmensa mayoría de los libros de textos que forman o deforman a los alumnos de colegios y universidades occidentales. Pero todo eso es otra larga historia que aquí nos llevaría demasiado lejos.

Lo cierto es que se alza por todo el mundo una ola de indignación contra la supuesta crueldad y represión del aparato de defensa de la democracia de Colombia. Causada por estas informaciones difundidas por redes y medios, totalmente sesgadas y extraídas de la pura propaganda de fuerzas enemigas y de asociaciones y ONG simpatizantes que aplican con eficacia la doctrina del genio de comunicación soviético Willi Münzenberg de maximizar los ecos con multiplicidad de focos. Se logra generar un clima de opinión en el que la policía ya no se atreve a intervenir y se convierte en víctima propiciatoria de los activistas violentos. Cualquier gesto de autodefensa de las fuerzas de seguridad es considerado un abuso intolerable de fuerza desproporcionada.

En esas mismas circunstancias los gobernantes actuales han demostrado no estar casi nunca a la altura. En diferentes países, bajo semejante presión, titubean, dan órdenes contradictorias y no se atreven a tomar medidas para restablecer el orden, por miedo fundamentalmente a la opinión pública internacional, toda ella claramente inclinada en favor de la insurrección siempre que sea izquierdista y en contra del estado democrático. Así, se ha convertido en políticamente casi inviable sacar al ejército, aun cuando la situación de seguridad lo recomiende. O incluso lo exija el sentido común y la necesidad de protección de unas fuerzas policiales totalmente superadas al haber sido privadas de margen de acción y uso de la fuerza ni siquiera para la autodefensa. La “revolución molecular disipada”, una estrategia de enfrentamiento y deslegitimación con multitud de focos de conflicto y el elemento capital de la narrativa victimista de los revolucionarios que inhabilite al sistema democrático para la autodefensa y el contragolpe.

La propaganda izquierdista ha logrado ya hace tiempo desactivar en la práctica a los ejércitos como último y perfectamente legítimo recurso para defender el orden constitucional. Se sirvieron del caso chileno de 1973 para forzar también a las democracias occidentales a la condena, sin matices, de unos golpes y no de otros. Hace unos días, después de los primeros disturbios en Colombia, Gustavo Petro dijo que la represión estaba siendo peor que durante el golpe de Pinochet. Este viejo militante del terrorismo del M-19, aquellos que robaron la espada de Bolívar y se la entregaron al embajador de Cuba -siempre Cuba- que la sacó del país, aquellos que asaltaron el Palacio de Justicia con el balance de 101 muertos, incluidos once jueces, en lo que, según muchos, fue una acción de encargo de Pablo Escobar, es hoy el líder de la izquierda colombiana. Un personaje siniestro que reúne lo peor del ser humano y que es el candidato favorito a la presidencia de la República. Él es el cabecilla interior de esta ofensiva revolucionaria y cómplice sin ambages del dictador vecino Nicolás Maduro, de la dictadura de Cuba y de todas las fuerzas narcoterroristas comunistas que operan en la región, desde las FARC y el ELN a Evo Morales y todo el Foro de Sao Paulo con Zapatero y otros europeos y americanos actuando como agentes capitales.

La democracia colombiana ha resistido graves embates de violencia y crueldad, pruebas terribles que ha logrado superar en el pasado. Pero, para su rearme actual desde la evidente debilidad, es necesario reconocer una situación internacional extremadamente compleja y desfavorable para la seguridad de las democracias. La pandemia y sus efectos devastadores para una brutal crisis llegan cuando se ha agotado la ola conservadora en el subcontinente de la segunda década del siglo que trajo las decepciones de Macri y Piñera y el aislamiento de Bolsonaro. Y cuando el Foro de Sao Paulo, con la fundación del Grupo de Puebla, todo el movimiento del socialismo iberoamericano con sus redes de financiación del narcotráfico, tiene ya dispuesto y en pleno desarrollo un plan general para la toma del control de prácticamente todo el subcontinente. Uno de sus grandes éxitos ha sido sin duda Chile con esas elecciones a la Asamblea Constituyente del fin de semana próximo. Pero, más allá de países individuales, hablamos ahora de movimientos estratégicos colosales. En los que se está moviendo todo el tablero del mundo. Y en los que son elementos clave tres actores supuestamente remotos, Pekin, Moscú y Teherán, los tres presentes en Venezuela y Cuba, los tres implicados en diferentes y numerosas facetas de la desestabilización de las democracias y colonización de la región con cambios de régimen. Colombia es la clave para “venezuenalizar» todo el norte del continente y los accesos a Centroamérica y el Canal de Panamá, para aislar y hacer caer a Brasil, para que las fuerzas del narcocomunismo se hagan con el control del continente.

Las convulsiones políticas internas en Estados Unidos con el permanente acoso internacional a Donald Trump han hecho imposible toda acción coherente en esa región. Con Biden no han llegado a Washington más que simpatizantes de las vías progresistas que impiden todo conflicto con los regímenes comunistas. El balance demoledor es que las dictaduras de Cuba y Venezuela están más consolidadas que nunca. Los narcocomunistas vuelven allá donde se habían tenido que ir y conquistan plazas que nunca poseyeron. Y apoyados por los mecanismos multilaterales de la ONU y otras que se han convertido en una trampa saducea para todas las democracias imponen su relato y quiebran una tras otra las legitimidades democráticas con estas operaciones de artificio revolucionario como son los acontecimientos actuales en Colombia. Pero no muy diferentes de los organizados por los medios norteamericanos y organizaciones extremistas como Black Lives Matter y tantas otras para acabar con la presidencia de Donald Trump.

Las calles arden y el relato lo imponen los incendiarios. Los totalitarios tienen un manual que aplican utilizando con gran eficacia sus sinergias y organización bajo sistemas de cooperación sofisticados de muchos niveles legales, paralegales e ilegales. Mientras, las democracias actúan cada una por su cuenta, tienen maniatados o mal financiados sus servicios de inteligencia, maniatada a su policía e inhabilitado a su ejército. Y en cuanto tienen dificultades y tienen que recurrir a la autodefensa corren el riesgo de ser atacados por la espalda por las opiniones públicas o publicadas de sus aliados, que defienden el relato del enemigo y ataca de pies y manos a las fuerzas necesarias para la autodefensa. Si las democracias quieren sobrevivir a este asalto general de los próximos años, es hora de que imiten a sus enemigos totalitarios y se coordinen. Y no escatimen inversión en recursos para esta guerra que son fundamentalmente información e inteligencia, convicción, patriotismo, lealtad, armas y la voluntad y disposición a utilizarlas. Porque en ello les va y nos irá a todos la democracia, la libertad y quizás la vida.  

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