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HAY UNA CITA IMPORTANTE EL DÍA DE REYES

Érase que se era un rey…

Imagen de archivo de carteles de apoyo a Donald Trump y Joe Biden al exterior de un centro de votación temprana en Fairfax, Virginia, EEUU. 18 septiembre 2020. REUTERS/Al Drago

La mala noticia es que solo queda esperar, y con tanto en juego se hace absolutamente agotador. La buena noticia es que la espera no puede ser muy larga, porque tenemos una cita importante el Día de Reyes, cuando se cuenten oficialmente los votos (y se puedan rechazar los disputados e ir a una elección contingente en la Cámara de Representantes), y el 20 de enero ya tiene que haber un presidente.

Así que, para amenizar la espera y relajar un poco el ambiente, les voy a contar un cuento.

Érase que se era un reino, el más próspero, poderoso y feliz. Sus habitantes estaban muy orgullosos de él, de su poderío sobre todos los demás, de su riqueza sin par y, sobre todo, por lo perfecto de su gobierno. Y es que creían haber logrado desde su fundación eso que anhelan tantos pueblos: ser gobernados por sabias leyes, no por hombres. Sus fundadores se habían esforzado, reflexionando en largas vigilias, para que el rey, elegido por el pueblo, no pudiera abusar de su poder, ni que pudiera hacerlo la asamblea, ni pudieran hacerlo los jueces, sino que unos y otros se controlaban.

Tenían, sobre todo eso, una ley de leyes, contra la cual y sobre la cual nada podía hacerse, y el más alto de los tribunales se ocupaba de decidir cuándo una nueva ley o una acción de los príncipes violaba la gran ley y era, por tanto, inválida.

Había entre los nobles, naturalmente, familias que ambicionaban el poder y anhelaban gobernar aquel reino sin los irritantes límites y frenos impuestos por sus fundadores, pero una y otra vez chocaban contra un ingenio de leyes tan bien trabado.

Había especialmente un linaje, la Casa Azul, que, viendo que a la luz no podía conseguir su propósito, optó por las sombras, buscando aumentar su poder con tratos a espaldas de los habitantes del país, tratando de corromper a los maestros y heraldos, prometiendo prebendas a los ricos mercaderes y pan gratis a los desposeídos.

Había, además, un reino vecino cuyo rey gobernaba con mano de hierro y envidiaba el poderío y la riqueza de nuestro reino, y no atreviéndose a desafiarlo en batalla, empezó a hacer llover el oro sobre los prohombres de la Casa Azul para ganar sus voluntades y ayudarles en sus intrigas.

Llegó así la Casa Azul a estar tan confiada en su poder que creía inminente el día en poder hacerlo total y abierto, cuando el pueblo, a pesar de todas las prédicas, eligió un rey contrario a sus designios.

Grande fue la furia en la arrogante Casa Azul, que se conjuró para derrocarlo por cualquier medio, usando la influencia de todos los agentes repartidos por los consejos, tribunales y cabildos para alcanzar sus fines. Pero una y otra vez veían frustrados sus planes por el ingenio y la entereza del nuevo rey.

Por último, y viendo cercano el día de elegir un nuevo rey, todos los enemigos se reunieron para asegurarse de que de ninguna manera saliera elegido el mismo que hasta ahora les había impedido establecer su anhelada tiranía. Así que cuando llegó el día y los súbditos de aquel reino escribieron el nombre del soberano que deseaban, los sicarios de la Casa Azul, repartidos por todas las ciudades y aldeas, cambiaron los nombres, trajeron cientos de papeletas que se decantaban por el campeón de la Casa Azul y quemaron las que nombraban al soberano reinante.

El rey, al ver las pruebas de la trampa, habló a su pueblo para denunciarla, pero los otros reinos ya habían prestado homenaje al caudillo de la Casa Azul, y los heraldos se negaban a atender o repetir las palabras del rey, y sus enviados caían en emboscadas en los caminos.

Entonces el rey se dijo: “Llevaré mi caso a los jueces, que no podrán dejar de ver lo que puede ver cualquiera”. Pero, uno tras otro, los jueces se negaban a ver siquiera su caso. Fue entonces al alto tribunal, ese cuyas sentencias son inapelables y que interpreta la ley de leyes del reino. Pero también este, asustado, se zafó cuanto pudo y, al fin, aceptó escuchar las quejas del rey cuando ya hubiera sido coronado su sucesor.

Y ahora, ¿qué debe hacer el rey? ¿De qué vale el mejor de los sistemas si los responsables de aplicarlo se niegan? ¿Quién hará justicia?

Si esto fuera la realidad, no podría responder a estas preguntas, tendría que reconocer que no lo sé, que no sé lo que hará el rey ahora. Pero lo mejor de los cuentos es que su autor puede darles el final que apetezca, y es lo que voy a hacer.

El rey de nuestro cuento contaba con todo esto. Conocía la astucia de sus enemigos, que habían demostrado a lo largo de su reinado estar dispuestos a cualquier cosa por alcanzar el trono, así que estaba preparado.

Hubiera preferido que los jueces y gobernadores de los territorios se alzasen contra la estafa que habían urdido sus enemigos, pero no confiaba demasiado en ello, así que llamó en secreto al usurpador en vísperas de su coronación y le dijo:

  • “Mira estas cartas. Aquí están las pruebas de vuestros delitos, aquí se señala lo que habíais prometido al rey del reino enemigo, aquí lo que os ofreció por vuestra traición. Están todos los nombres, todos los hechos, todos vuestros negros crímenes al descubierto. Tú decides si quieres que proclame por todo el reino vuestras fechorías ocultas o retiras tu desafío y olvido vuestros delitos”.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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