La segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia ha dejado un ganador incontestable. Conviene llamar a las cosas por su nombre. También es sano reconocer que quienes han mantenido vigente la expectativa de la sorpresa hasta el último momento, en el mejor de los casos, han hecho un comprensible ejercicio de voluntarismo.
Emmanuel Macron se ha impuesto con claridad a Marine Le Pen, pero la rotundidez de su victoria no reside tanto en el margen, como en haberla logrado tras dos años de constante cercenamiento de la libertad de sus compatriotas, con aquellas ganas de «joder» a los no vacunados como epítome. Un despotismo de nuevo cuño que ha partido en dos a la sociedad francesa, en un trance semejante al que antes atravesó el pueblo estadounidense y acabará por experimentar el español: la división entre urbanitas y habitantes del mundo real, burócratas y trabajadores, universitarios y ciudadanos con capacidad crítica. Una dominación, al fin y al cabo, justificada por los medios de comunicación y rentable para su ejecutor, que ha encontrado el aval de su liberticidio en los inmovilistas hijos de aquel mayo del 68 («prohibido prohibir»), hoy pensionistas movidos por el miedo a un virus y a la «extrema derecha» ante la que todavía funcionan los cordones sanitarios. Por poco tiempo.
El ocupante del Elíseo ha sido reelegido para acercar a Francia a 2030 en lo temporal y en lo político. Su triunfo, reválida globalista, le servirá para ejecutar la construcción de «una gran nación ecologista» y de una Unión Europea «más fuerte» durante el próximo lustro. Así lo ha pregonado a los pies de la Torre Eiffel, donde ha llegado para proclamarse vencedor con apenas un 25 por ciento escrutado. Amortizado el virus, los años venideros serán los de la intensificación de las políticas climáticas diseñadas para tener efectos evidentes sobre la energía, el transporte, la vivienda o la agricultura; del fomento de la brecha entre iguales desde la atalaya de la moderación; y del equilibrismo con la sociedad secular y el islamismo.
Como Obama en 2012, Macron se asegura un segundo mandato a pesar de unas acciones que le hubiesen costado el cargo a cualquier candidato ajeno al sistema, y gracias a las promesas todavía incumplidas, contadas por los grandes medios de comunicación como nuevos compromisos, no como viejas traiciones.
Una conversación con cualquier votante macronita, a excepción hecha de los muy militantes, es un alarde de desapego, una sucesión de tópicos para racionalizar, para justificar, una opción difícil de defender, manufacturada por unas élites que han descubierto la fórmula del candidato centrista al que derivar votantes de los decadentes partidos tradicionales por la vía del «mal menor», el «miedo a los populistas» y el «deber republicano» a los que la televisión sigue abocando a millones de ciudadanos occidentales. Por poco tiempo.