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CUANDO LA CIUDADANÍA PIERDE CONFIANZA EN EL VOTO, LA DEMOCRACIA CORRE PELIGRO

El control de la palabra: un paso más en la destrucción de la democracia a ambos lados del Atlántico

Las palabras sí matan y los discursos sí acaban con naciones. Lo sabemos bien quienes hemos visto caer hoy nuestras democracias en manos de bandoleros y demagogos, tanto como lo supieron ayer quienes vieron emerger regímenes asesinos de sus propios connacionales.

Cientos de ejemplos. Desde las encendidas arengas previas a guerras civiles, hasta las pasiones desatadas desde el verbo hasta el asesinato, sea de un Calvo Sotelo en el Madrid de 1936 o de un Delgado Chalbaud en la Caracas de 1952. Ejemplo mayor tenemos en tantas Repúblicas, Monarquías, sistemas, regímenes y estado de cosas, que terminan cual castillo de naipes desparramados por el piso por una frase, por una palabra pronunciada o por  el rumor nunca aclarado de una frase atribuida por error a la víctima del vox populi.

A la democracia venezolana, se le dispararon tantas palabras durante tanto tiempo, que es difícil explicar cómo fue que el fenómeno chavista tardó tanto en arrasar con la Nación. En mi niñez, recuerdo haber escuchado la palabra crisis estando aún en edad preescolar. La crisis de la democracia. Ad eternum, pues nunca nadie dijo “¡albricias, acabó la crisis!”. Ni hablar de los términos “democracia imperfecta” versus el de “democracia perfectible”. Malabares de términos que dentro del quehacer político venezolano, en los años ‘80 del siglo XX se hicieron comunes.

Pero luego empezó la bajeza. Cuando se hablaba de democracia, se hablaba de corrupción. Cuando se hablaba de políticos, se hablaba de ladrones. No importa de quién se tratara, pero se dejaba perfectamente establecido que si alguien era político o tenía que ver algo con la política, era indefectiblemente un corrupto. Sin apelación ni dudas.

“Venezuela es ingobernable. El Estado es inauditable. A este país no lo arregla nadie”.

El catastrofismo como escenario. De las palabras a los hechos, pocas cosas pasaron. Pero lo más importante se vivió cuando cayó uno de los primeros ladrillos: el poder del voto.

Votar ¿Para qué?

Cuando una democracia llega a esta pregunta, el final está más cerca de lo que se cree. En Venezuela, el planteamiento retórico se convirtió en praxis colectiva en esos años ’80 del rentismo petrolero agotado por un bipartidismo incapaz de reparar en la necesidad de cambios urgentes. Para 1978, veinte años después de instaurada la democracia, estábamos en un país que aún no creaba la figura del alcalde, que no elegía directamente a sus gobernadores y que, además, mantenía en manos del Presidente de la República las decisiones a todo nivel.

Pero ese año, llega al poder un outsider dentro del mismo sistema. Luis Herrera Campíns venía de ser un histórico dirigente socialcristiano con fama de disidente interno en su partido. Siendo así, y ganando de forma sorpresiva, tuvo la oportunidad de relanzar la democracia, con reformas puntuales que abrieran el camino a dos importantes reformas del sistema: la reforma política que conllevaba la descentralización del poder, con la elección directa de gobernadores y alcaldes, sumada a la reforma económica que derribara el estatismo y el intervencionismo enfermizo de una economía que hacía aguas frente a todos.

Pero los parches que permitía la inmensa renta petrolera daba para todo. Las reformas ni siquiera se plantearon de forma seria. El sistema político ensimismado en su reparto minúsculo de prebendas, donde una izquierda post guerrillera se conformaba con pelearse un universo de no más del 6% del electorado pero con el cual presionaba y recibía el control de feudos en universidades, sindicatos, instituciones culturales y medios públicos. Una derecha inexistente, pues era más fácil hacerse el tonto con un estado dispendioso. Y así, todos llegaron a la pequeña tragedia del Viernes Negro del 18 de febrero de 1983, momento en el cual el gobierno no tuvo más remedio que hacer despertar al país devaluando la moneda en su paridad frente al dólar. La histórica y ficticia tasa de 4,30 Bolívares por dólar se acababa y con ella acababa también un modelo de país.

Pero el país no se dio cuenta. No se dio cuenta de que se acababa ese modelo en el que todos eran felices, a la fuerza. Y allí, empezó el catastrofismo a convertirse en realidad antidemocrática:

– ¿Para qué voy a votar? Igual ganan los mismos
– Gane quien gane, seguirán los mismos. Esto no tiene arreglo.

En ese estado catatónico pasamos un lustro más. Mintiéndonos. Lanzando palabras y eslóganes como solución.

Nada cambió. El voto se convirtió en una mentira.

– ¿Para qué votar? Esto seguirá siendo así, siempre.

Paralelismos

Veamos a España o EEUU hoy. Si bien hacer paralelismos guarda sus peligros, obvios por las diferencias de historia, momentos y personajes, es menester traer al recuerdo algunas consecuencias de la muerte del voto en Venezuela.

La primera consecuencia fue la búsqueda fuera de la democracia de soluciones. Soluciones que eran, en efecto, de facto. En el caso de Venezuela, se invocó al árbitro militar, como siempre en su historia republicana. Ya para 1983, bullían los cuarteles con juramentos de logias y grupos conspirativos en todos los niveles de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Documentada está la juramentación de al menos 4 grupos distintos de militares golpistas, siendo el más famoso de estos el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 que encabezaba Hugo Chávez. Los demás que se conocen, como el grupo Alianza Revolucionaria de Militares Activos (ARMA) liderada por el oficial golpista William Izarra o el grupo previo Los Notables que encabezaba el militar felón Fernando Ochoa Antich, terminaron conjugándose en el movimiento golpista de febrero y noviembre de 1992, ambos con Chávez como cabeza.

¿Adónde llegamos entonces? A las soluciones de facto. En Venezuela se habla de forma fácil del golpe de estado y de la intervención de los militares porque forma parte de nuestra ADN histórico, de nuestro quehacer y devenir.

Pero cuando se tranca el juego y no avanza la fila, en España o EEUU se habla de guerra, más que de golpe. Y es allí donde se guarda el peligro.

El peligro se guarda en cada ciudadano que siente que el caos no lo deja vivir o avanzar. En ese ciudadano que siente que no es el voto lo que solucionará la situación. Y ese ciudadano, que antes podía solo expresarse en una “carta al director” o en las calles dirigido por un líder o por una organización, hoy tiene acceso a ser su propio organizador desde las redes sociales.

Así, aquel ciudadano que debía esperar por un líder ayer, es hoy quien motoriza acciones movidas por el descontento. Desde un hashtag y una convocatoria, puede terminar un sistema político entero siendo derribado.

Lo saben los chavistas que se han lanzado al control de las redes sociales, encarcelando inclusive a ciudadanos por lo que comparten en sus perfiles. Pero lo saben también en PSOE-Podemos, con sus aliados creadores -y ejecutores- de las políticas de fact-checking que no son otra cosa que una fórmula de censura aplicada a contenidos que no conviene a su régimen. Así, si una persona se queja de una obra pública mal hecha en su comunidad, que le afecta de forma directa, pues allí aparecerá un batallón de “fast-checkers” para desmentir a ese ciudadano, que terminará como un regador de fake news y merecedor de suspensión de su cuenta en cualquier red.

Vemos allí que, sin duda alguna, las palabras cuentan. Las palabras tienen poder. Y por eso, desde el Poder ejercido desde la izquierda, se han fijado en los métodos para el control de la palabra.

Siendo así, queda por preguntarse ¿Qué estamos dispuestos a hacer para hacer valer nuestra palabra disidente? La respuesta urge, a ambos lados del Atlántico.

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