«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
ESCENAS DE UNA VENEZUELA SOCIALISTA

La grosera estética chavista

No me lo contaron. Estoy al final de la tarde en una estación de servicio del este de Caracas esperando para echar gasolina, cuando de repente pasa y se estaciona aquel Mercedes Benz blanco de última generación. Impecable. Hermoso. Como recién salido de la agencia. Le pego el ojo y veo que se abre la puerta del piloto. Desciende una mujer quizá entrada en sus 40s, con un vestidito corto de cocktail y medio eléctrica. Echa mano de un fajo de dólares (no alcanzo a ver qué denominación tienen los billetes) y comienza a contar a plena vista de todos –supongo que para pagar por el combustible–.

La mujer camina para allá y para acá. Parece que no puede estarse quieta. Se monta en el carro y se vuelve a bajar, 2 o 3 veces más. Parece un pavo real, pero en vez de un colorido plumaje tiene un abanico de dólares en las manos, que soba y cuenta una y otra vez. Se ríe y echa chistes con aires de Brigitte Bardot. Sabe que varios la están mirando. Finalmente le llenan de combustible el tanque de aquella bestia de la ingeniería automotriz alemana, termina –al fin– de pagar con sus dólares, y se va.

Me quedo pensando en ese carro, quizá normal y fácil de ver en España, Estados Unidos, Alemania o cualquier país con una economía medianamente decente. Lo admito, soy admirador de Mercedes, y me pongo en la tarea de buscar cuánto vale aquél que vi (sí, guardé una fotografía mental de aquel vehículo y del número de modelo en cuestión) y me consigo conque la versión 2017 se cotiza en torno a unos €60,000 en el “mercado” venezolano.

Si se piensa que esa oferta en Venezuela es limitadísima –salvo una o dos marcas, al país no llegan vehículos de último modelo desde hace mucho tiempo– y que la compra de dichos automóviles debe hacerse al contado –acá no ocurre como en otros países, en los que cualquier cristiano que trabaje de sol a sol se compra un carro y puede terminar pagándolo en cuotas, al cabo de 3 o 4 años–, sobreviene una pregunta que quizá ya lleva implícita la respuesta: ¿Cómo logró aquella dama misteriosa hacerse con esa fabulosa unidad del gigante automotriz de Stuttgart?

Siempre he celebrado el éxito individual. Como nos enseñó Locke en su “Tratado Sobre el Gobierno Civil” el día que el hombre descubrió que tenía en sus manos la posibilidad de cambiar su destino económico transformando materias primas a través del trabajo y la inventiva, allí comenzó a cambiar la humanidad. Las historias de movilidad social ascendente me apasionan. No hay nada más digno de celebrar que un relato en el que alguien que no ha nacido en cuna de oro termina dando con una idea ingeniosa que luego transforma en un gran negocio.

Sin embargo, volviendo a nuestra estación de combustible, situaciones como las del Mercedes Benz de última generación y el pavoneo con el fajo de billetes, no nos hablan precisamente de eso. Remiten más bien al retrato de una nueva clase social creada por el chavismo, vinculada sobre todo al aprovechamiento de “contactos” dentro del aparato criminal que comanda Maduro. Y allí hay de todo: desde gente que aprovecha ese vínculo para importar productos (en un país en el que se produce poco o nada en el ámbito local), quienes negocian cuotas de la renta petrolera, los que se han apropiado de alguna mina de oro al sur del país, los que prestan empresas para lavar dinero sucio, los que fungen de testaferros a las cabezas del hamponato chavista y hasta los que se han metido de lleno en el negocio del tráfico de drogas.

Nada tiene que ver esta “nueva clase” con una burguesía productiva y tesonera. De hecho, un rico tradicional  de los pocos que aún quedan en Venezuela difícilmente andaría por las calles con un vehículo y un pavoneo de las magnitudes del que vi en aquella damita en la bomba de gasolina. Conozco a varios y el solo hecho de proyectar esa percepción, esa estética, les daría asco. De hecho, la sola idea de exponerse con ello a un secuestro o a un robo a mano armada les espanta en demasía.

En días recientes estalló un escándalo por la supuesta inauguración de un concesionario autorizado por la mismísima Ferrari en una calle cercana a la estación de servicio en la que tuve mi encuentro cercano del tercer tipo. A final de cuentas esta información ha terminado diluyéndose en un desmentido: desde hace años Ferrari tenía presencia en Venezuela con un concesionario que llegó a vender sus automóviles en otra parte de Caracas. Cosa que desde hace un buen rato dejó de ocurrir. Era otra época, con otra economía… 

Sin embargo, el episodio de Ferrari (escandaloso al principio y presuntamente desmentido después) sirvió para que mucha gente se hiciera las preguntas básicas: ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto? ¿Quién en su sano juicio se compra un Ferrari en esta Venezuela? ¿Qué gasolina le vas a poner al Ferrari si en Venezuela a cada rato escasea o la poca que venden es de una calidad francamente lamentable?

El chavismo ha entrado en una nueva fase de estabilización. El asentamiento de una “nueva clase” que exhibe groseramente privilegios a los cuales ni tiene derecho por motivos nobiliarios, ni tiene cómo justificarlos desde la perspectiva del trabajo, es completamente concordante con la idea de que, en política, no basta reinar sino también demostrar que se reina (aunque sea sobre un montón de escombros). La creación de una gran burbuja en la que solo la nomenklatura y sus conexos gozan de la buena vida nos quiere gritar que el chavismo y los suyos van ganando el round. Que no importa cuánto les despreciemos. Que están tan cómodos en el goce hedonista del poder que pueden restregarnos el dinero sucio en la cara, sin consecuencias. Es un triste retrato.

En el fondo lo que está en juego es la radiografía de la sociedad venezolana actual: por un lado, los más, una población depauperada y dependiente hasta el cuello de las migajas que el Estado Castro-Chavista quiera o no darles, a través de sus infames cajas de comida. Por otro lado, los menos, que aprovechando las conexiones con la burocracia roja tienen tiempo de ocio, espacio y dinero para remodelar lujosas mansiones o pisos dúplex y exhibir en las calles –llenas de huecos y pésimamente asfaltadas– vehículos de alta gama que pagan al contado. Y en el medio, un puñado de venezolanos que luchan por no convertirse en lumpen y salir adelante con trabajos honrados que puedan ser remunerados con unos cuantos euros o dólares al mes. Así estamos.

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