Durante casi un año, disentir mínimamente con la línea oficial en dos asuntos ha supuesto chocar con la Gestapo de las redes sociales y la ridiculización y condena de los medios convencionales: el posible (¿mejor así?) fraude electoral en las presidenciales de Estados Unidos y la pandemia de covid.
El muro de silencio ha sido cuasi soviético, la disidencia se ha calificado de “negacionismo” (asociando las opiniones ‘non sanctas’ con la negación del Holocausto judío) cualquier desviación, incluso preguntarse por posibilidades alternativas a las que se nos ofrecían, ha costado a algunos el ostracismo y la pérdida del empleo o de prestigio profesional.
La razón, se decía, es que al tratarse de un asunto que “cuesta vidas” la difusión de cualquier versión que se alejase una pulgada de la de los expertos certificados por el poder equivaldría poco menos que a un genocidio. Había que seguir “la Ciencia”, y no había más.
Los problemas son tres: que lo que llaman “la Ciencia” es en realidad un grupo de autodenominados ‘expertos’ sancionados por el poder; que la verdadera ciencia no se ve perjudicada por la contradicción sino que, muy al contrario, avanza con ella; y que, corolario de lo anterior, ha ido dando llamativos bandazos a lo largo de este curioso año de peste.
Y ahora le ha tocado el turno al origen del virus. Durante todo este tiempo, además de censurarse por ‘racista’ la denominación favorita de Trump del SARS-2 como ‘virus chino’, todos los medios y sus aliados tecnológicos se unieron para denigrar cualquier versión sobre el origen del virus que no fuera casual, ya se tratara de un malhadado pangolín o un triste murciélago, ambos supuestamente en la dieta de uno de esos exóticos orientales. Hacer notar que la ciudad donde surgió el virus que nos ha tenido en vilo todo un año alberga un prestigioso laboratorio que experimenta, precisamente, con virus se convirtió en una condena a gorrito de papel de plata, la etiqueta de peligroso conspiranoico, la censura probable y la demonización segura.
Pero la investigación de Nicholas Wade, demasiado precisa para ser desdeñada, lo ha cambiado todo. Ahora, el propio doctor Anthony Fauci, la máxima autoridad estadounidense sobre las medidas contra la pandemia, ha admitido, por fin, la posibilidad de que el virus no tenga un origen natural, sino que haya sido manipulado, y de que haya surgido de un laboratorio de Wuhan. Ya pueden quitarse el gorrito de papel de plata, amigos.
Esto no es un detalle, créanme: destruye completamente el argumentario para censurar (o desdeñar) no esta opinión, sino cualquiera del mismo género. Porque parece obvio que si una versión de una realidad científica es censurada y castigada, no se investigará ni se discutirá y, por tanto, nunca podrá rectificarse error alguno en el que puedan caer los expertos oficiales.
La cosa es tan grave, afecta hasta tal punto al edificio represivo levantado por los dueños del discurso, que ya han comenzado los esfuerzos de control de daños para salvar los muebles, incluyendo lo que podríamos llamar ‘la Defensa Sánchez’: negar la hemeroteca, rescribir el pasado.
Así, la periodista presentadora Brianna Keilar ofreció una curiosa defensa del cambio en la línea del partido en su programa de CNN. Keilar sostuvo que la teoría de un origen artificial del covid, surgido de un escape casual del laboratorio de Wuhan, “había sido secuestrada por los teóricos de la conspiración”, a pesar de lo cual podría ser legítima, aunque sigue siendo marginal.
Esto es opinable, claro, pero no lo que añadió a continuación: “Por aclararnos, el doctor Fauci nunca dijo que el covid no procediera de un laboratorio; solo afirmó que no había pruebas científicas que avalaran que así fue”.
Tengo ante mí un titular precisamente de CNN de hace casi exactamente un año, del 5 de mayo de 2020, que reza: “Anthony Fauci acaba de destrozar la teoría de Donald Trump sobre el origen del coronavirus”. Destrozar, un verbo no muy periodístico pero exquisitamente diáfano. Por otra parte, la “teoría de Donald Trump” es exactamente la misma que empieza a extenderse hoy como la más probable, respaldada, entre otros, por el Nobel de Medicina francés Luc Montagnier. Y el hecho de que no se le llame en ese titular “la teoría del laboratorio” o cosa similar indica la razón por la que había que “destrozarla”: porque la defendía Donald Trump. Lástima que el expresidente no se pronunciase en su día por una dieta estrictamente vegana.