Definir el humorismo es como pretender pinchar una mariposa con un poste de telégrafo, dijo Jardiel Poncela, y la cita sigue vigente. No obstante, es más sencillo definir lo que no es humor: aquello que no tiene gracia. Nos hacen reír los tipos que se ríen de sí mismos, los que se chotean de los poderosos, y los que son capaces de hacer balconing hacia la piscina del absurdo. Cuando la risa llega con el propósito de reafirmar los intereses de los poderes mediáticos e ideológicos, se vuelve aburrida y vil.
Nunca me ha atraído el cine de masas y detesto particularmente aquella obra artística cuya principal carta de presentación es la polémica que genera, y no lo interesante, divertida, o conmovedora que resulta. Quizá por eso nunca he visto La vida de Brian. El profesor de estudios bíblicos Carl Trueman en First Things hace ahora un análisis sobre la vuelta a la actualidad de la cinta, que en su nueva versión teatral ha sido censurada, no por su ofensa a los cristianos, sino a los transexuales. ¿A que esta no la viste venir?
«En la escena en cuestión, un hombre llamado Stan dice ser una mujer llamada Loretta y expresa el deseo, y exige el derecho, de tener un bebé», recuerda el autor, «en 1979, la escena fue motivo de risa. La locura colectiva hoy la convierte en motivo de lamentación». La progresía hoy considera inaceptable la broma. «Hoy en día los chistes están diseñados para afirmar la creencia de la audiencia bien pensante en la superioridad de sus puntos de vista políticos progresistas y no para desafiarlos», escribe, «la película original fue controvertida porque se burlaba del Dios-hombre, la verdad central de la fe cristiana. Ahora es polémica porque se burla del hombre-dios, verdad central de nuestro mundo contemporáneo». «La blasfemia al viejo estilo implicaba profanar a Dios porque era Dios quien era sagrado», añade, «la blasfemia de hoy consiste en sugerir que el hombre no es todopoderoso, que no puede crearse a sí mismo de la forma que elija, que está sujeto a límites más allá de su elección y más allá de su control».
Qué mal envejece la risa militante. Si algo caracteriza al humor que supo mantenerse al margen de las sectas totalitarias es su pervivencia: piensa en Mingote. En cambio, el humor que congració en su momento con las filias y fobias de la izquierda, veinte años después, es motivo de cancelación, como vemos en tantos sketches y películas hoy sencillamente inaceptables para la generación acristalada woke.
En el extremo opuesto al humor, pero no lejos de la blasfemia, poco a poco va ocupando espacio en las páginas americanas el salvaje apuñalamiento de bebés en Annecy, Francia. Si en España hemos sufrido entre el bochorno y la rabia los comentarios más indecentes —«lo malo es que esto da votos a Le Pen»—, al otro lado del charco vuelven a poner el dedo en la llaga de la errática política de acogida incondicional. Asombra que no pocos medios progresistas estén celebrando que el hijo de perra se hubiera presentado como cristiano sirio, como si eso restara algún tipo de responsabilidad a los que fomentan a diario —y a quienes hacen negocio con eso en el mar— la acogida masiva de inmigrantes y refugiados sin control, sin condiciones, y con privilegios: Francia ha sido pionera en esto y paga un alto precio una y otra vez.
Dice la Secretaria de Estado de Infancia gala que «este acto no quedará impune» y no es verdad. Claro que quedará impune. De hecho, en la misma frase declara la impunidad: «Nuestros niños son el blanco de la creciente violencia en nuestra sociedad»; esa es la clase de impunidad: ¿qué «creciente violencia»? ¿Son acaso los franceses los que de pronto acuchillan a otros franceses semana tras semana? Dos cosas están claras. Una: el culpable es siempre el terrorista; otra: el terrorista viene si le llamas y le das las llaves de tu casa. Pero en el gobierno de Macron son capaces de todo antes de admitir su error. Y sin admitirlo, jamás resolverán el problema.
En esto se diferencian los mecanismos reactivos de lo público y lo privado; las urnas no son tan eficaces como la cuenta de resultados. Mientras la esfera política puede permitirse chocar una y otra vez contra el mismo muro si con eso salva los muebles de su utopía woke, en la empresa privada no hay tiempo para tanto. Quizá por eso cuenta Jack Elbaum en el Washington Examiner, analizando un estudio de Wall Street Journal, que algo se mueve tras las últimas gran polémicas ideológicas en corporaciones de Estados Unidos: «Las empresas están empezando a evitar la guerra cultural»: «En un sistema de libre mercado, se supone que las empresas deben servir principalmente a sus clientes y accionistas, no a las regulaciones ambientales, sociales y de gobierno corporativo o la última piedad progresista fuera de contacto», concluye, tras advertir que el cambio se produjo «cuando la cantidad de personas que se resistieron al activismo progresista de las empresas alcanzó niveles en los que realmente podría afectar a sus resultados».