«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Los nietos del nihilismo no toleran la frustración

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John Hirschauer se pregunta en The American Conservative por las razones del mal gratuito. Pone como ejemplo algo trivial: cómo la semana pasada en Washington, y sin ningún motivo, dos chavales pasaron en moto a toda velocidad junto a él, le arrebataron el móvil de las manos, y lo lanzaron a la carretera. Sin más. «Cierto tipo de persona culparía a la sociedad o a las enigmáticas fuerzas sociales por el comportamiento de esos niños», señala, «tal vez fueron a escuelas con fondos insuficientes. Tal vez vivan en un desierto alimentario. Tal vez no vean suficientes personajes negros en los programas de televisión». «Tal vez, y este es realmente el punto de este tipo de análisis», subraya, «es culpa mía que estos niños me arrebataran el teléfono de las manos». Se me hace tan familiar el argumento que parece sacado del Consejo de Ministros de Pedro Sánchez.

Aprovecha Hirschauer la anécdota para señalar cómo en Chicago, el pasado fin de semana, cientos adolescentes quisieron tomar el control de la ciudad, rompiendo todo y agrediendo a la policía. «Como era de esperar», relata, «los líderes locales defendieron a los alborotadores». Las excusas de los voceros de la izquierda política fueron las mismas de siempre: no hay que demonizarlos, son jóvenes sin oportunidades, están necesitados y cosas así. Como de costumbre, no se enteran de nada.

«No son niños hambrientos que roban una tienda de comestibles para conseguir pan», aclara Hirschauer, «están causando sufrimiento por causar sufrimiento. Vale la pena preguntarse por qué algunos niños son dados a este comportamiento». «Muchos de ellos no tienen disciplina formal en sus vidas, ni fuentes de autoridad, ni estructura u orden en sus hogares», zanja el autor, antes de añadir que hay personas que viven en el desorden y sienten la necesidad «de crear desorden en la vida de los demás». La conclusión es el dedo en la llaga: «La idea de que la sociedad en general es culpable de que estos niños hayan agredido a extraños, incendiado la propiedad de otras personas y, sí, aplastado un teléfono móvil, es un síntoma de la misma enfermedad».

Quizá piensas que una educación de calidad podría evitar muchos de estos comportamientos. Sería precioso que pudieras tener razón. Jarro de agua fría: ya no tenemos una educación de calidad. Esta semana ha sido noticia un influencer afroamericano que ha escrito un hilo intentando destrozar nada menos que la educación clásica. Que el proyecto le venía grande lo notas ya en los dos primeros tuits, pero aun así el hombre tiene momentos realmente brillantes: «Pero hay una razón más importante por la que la educación clásica es una farsa: todas esas personas son tontas. Todos esos filósofos de Grecia, Roma y Cowboyland estaban equivocados. Creían que el sol giraba alrededor de la tierra. Pensaron que la luna era una estrella. No sabían nada». Muero de risa. Brillante, colosal. Siempre hay algo mágico en el placer de descubrir a un gilipollas en cautividad.

El afro-tuitero, detrás de su extenso hilo, tanto que más bien es bobina, al final solo quería decir esto, que reserva para el momento del climax: «[La educación clásica] enseña a los estudiantes a aprender como aprenden los blancos que ya han sido considerados inteligentes porque saben cosas de blancos». Cada día es más difícil distinguir entre las cuentas parodia y los que fuman cosas raras antes de sentarse a tuitear.

Mark Hemingway, desde hoy San Mark, se ocupa con paciencia de este hombre en un artículo en The Federalist con vocación de enmienda a la totalidad. «Si bien, obviamente, existen diferencias culturales que pueden afectar el entorno de aprendizaje de uno, yo, junto con la gran mayoría de las personas normales, no creo que el conocimiento básico y la forma en que se aprende sea relativo al color de la piel», razona, «sin embargo, los educadores de todo el mundo creen cada vez más en lo que dice Harriot». Esa es la terrible realidad. Pone entonces un ejemplo: relata el caso de un currículo de Matemáticas propuesto en California que asegura que centrarse en que los estudiantes obtengan la respuesta correcta, pedirles que enseñen sus deberes, y calificarlos por su capacidad para resolver los problemas es «una cultura de supremacía blanca». En España las Matemáticas son machistas, en Estados Unidos las Matemáticas son racistas. La izquierda está mucho más loca hoy que cuando se pasaba el día compartiendo novia, marihuana, LSD, y carteles de «Give Peace a Chance» en las comunas setenteras.

Otro ejemplo del autor de The Federalist: tras presiones de Black Lives Matter, la jefa del departamento de Lengua Inglesa en la universidad de Rutgers propuso acabar con la enseñanza de la gramática tradicional y sustituirla por «gramática crítica» para «no poner en desventaja a los estudiantes de entornos académicos de inglés multilingües y no estándar». La muchacha, la jefa, se llama Rebecca Walkowitz, y se cargó en un mail 500 años de gramática inglesa, así, en una mañana tonta y aburrida.

«En la medida en que tengamos que introducir la raza en cualquiera de estos debates», concluye Hemingway, «¿hay algo que sea más producto de la cultura blanca enloquecida que esta obtusa académica?». No lo hay. Y yo no trato de disculpar a los macarras que rompieron el móvil a Hirschauer. Pero esas generaciones de estudiantes no pueden salir cuerdos cuando sus maestros están como malditas cabras.

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