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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿El Islam? Benedicto tenía razón

A lo mejor alguien se acuerda ahora de la que se lió cuando el papa Benedicto XVI, en un célebre discurso en la universidad de Ratisbona, allá por 2006, vino a exponer los dos grandes problemas estructurales del islam, ambos estrechamente vinculados entre sí: uno, su dificultad para establecer un ámbito de libertad religiosa; el otro, su incapacidad para distinguir entre autoridad política y autoridad religiosa. Los dos problemas proceden de una misma fuente: la incomunicación, en el islam, entre Dios y la razón.

Le llamaron de todo, al papa. Le pusieron a caldo. Las más de las veces, sin haber leído realmente lo que el papa Ratzinger dijo. Ahora mire usted alrededor: la efervescencia yihadista en todo el mundo musulmán, la demencia de Boko Haram, del Estado Islámico o de la milicia de Al-Nusra, las matanzas masivas de cristianos, la guerra a muerte entre suníes y chiíes, el caos islamista en Libia, etc. Y vuelva usted a leer aquel discurso de Ratisbona.

Benedicto tenía razón, sí. El islam padece un serio problema estructural, interior, consustancial a su propia lógica, para entender la libertad religiosa y la diferencia entre las esferas religiosa y política. Esto no quiere decir que un musulmán no pueda respetar la libertad del prójimo o que una sociedad de credo musulmán no sepa diferenciar entre lo político y lo religioso, no. No es una cuestión de prejuicio individual. Lo que esto quiere decir –y el papa lo subrayó con claridad- es que el islam, como sistema de creencias, no ha desarrollado por sí mismo recursos espirituales e intelectuales capaces de dar cuenta de estas cosas. La propia religión cristiana –y el papa nuevamente lo dejó claro- atravesó por largos periodos en los que tales cuestiones fueron objeto de serio debate. Pero ahí precisamente está la clave: el cristianismo, desde su propia lógica interna, supo encontrar argumentos cristianos para dar razón de la libertad de credo y de la separación entre poder y fe. El islam, por el contrario, no. Para aceptar ese tipo de consideraciones –que son, por otra parte, columna vertebral del mundo moderno- el pensamiento musulmán tiene que introducir estructuras mentales ajenas, extranjeras, lo cual genera una enojosa impresión de estar traicionando la propia identidad.

Es razonable pensar que buena parte de la histeria colectiva que parece haberse apoderado de las sociedades musulmanas bebe precisamente ahí. La libertad religiosa se considera algo profundamente impío (bien lo saben los que aspiran a ser cristianos en un país musulmán). La concepción de un poder político diferente de la autoridad religiosa resulta inconcebible. El resultado es una permanente tendencia a considerar ilegítimo cualquier poder que no enarbole la espada de Alá. Y basta el menor contratiempo en el plano de lo temporal para que una y otra vez resurja el fundamentalismo como expediente redentor. Esto ha sido así a lo largo de toda la historia del islam. También hoy. Es, propiamente hablando, una patología religiosa.

Hay musulmanes bien intencionados que arguyen que no, que el problema es la explotación neocolonial de las naciones de Oriente próximo y medio, o la pobreza de unas sociedades depredadas por oligarquías insolidarias, etc. Pero, si así fuera, no veríamos a tanto joven musulmán acomodado en el opulento Occidente dejarlo todo para sumarse a la yihad en Irak o en cualquier otra parte. No, no: el problema es cultural. Más precisamente: religioso. Y sólo pueden resolverlo ellos. Nosotros no podemos ofrecer otra cosa que nuestra propia experiencia. Y, por supuesto, la determinación de no permitir que una patología ajena nos destruya. Vuelva a leer usted aquel discurso de Benedicto XVI en Ratisbona:

http://www.zenit.org/es/articles/discurso-de-benedicto-xvi-en-la-universidad-de-ratisbona

Y verá usted, por otra parte, que aquel discurso iba mucho más allá de una polémica contra el islam. Y que no es esta la única patología que nos amenaza.

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