«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Descubriendo el euroescepticismo

Tradicionalmente en España hemos sido muy dados a aplaudir con pies y manos cualquier cosa que viniese de Europa. Nuestra entrada en el Mercado Común se festejó como una gran conquista, y a partir de entonces sea lo que fuere, si proceda de la Unión Europea, se acepta sin que nos paremos mucho a pensar; a lo sumo rezongamos cuando se trata de repartir cuotas pesqueras, lecheras u otras decisiones de trascendencia económica. El proyecto de Constitución europea impulsado por Giscard d’Estaing en 2005 fue apoyado por el 77% de los españoles que participaron en el referéndum convocado al efecto. En Francia, al igual que en España, los grandes partidos y los principales medios de comunicación apoyaron su aprobación, sin embargo, una opinión pública más crítica mostró su descontento con el carácter burocrático de los organismos comunitarios, también con la pérdida de competitividad y calidad de vida de las clases medias francesas, que ya por aquellas fechas se empezaba a atisbar, pero también en rechazo a las políticas de anulación de la identidad nacional y la filosofía de fronteras abiertas de carácter mundialista.
Seriamos unos ilusos si creyésemos que aquellos objetivos han sido abandonados en el proceso de construcción europeo. Como ha puesto de manifiesto el sonoro bofetón que a la teoría del espacio jurídico común europeo le ha dado la Justicia alemana con el caso Puigdemont, la defensa de la idea de Nación no parece entrar dentro de los objetivos del modelo de Unión Europea que persiguen algunos. La decisión de los Tribunales alemanes, significativamente apoyada por la Ministra de Justicia socialdemócrata del gobierno de Merkel, rechazando la entrega de un delincuente que ha atentado contra la soberanía nacional de un Estado miembro, deja bien patente que en el espacio común que construye esta Unión Europea no tiene cabida la protección de las comunidades nacionales. Podrá entregarse a un atracador, pero no a un rebelde que ha pretendido proclamar por la fuerza la independencia de parte del territorio de una Nación europea. No nos debe extrañar esta aparente contradicción si somos capaces de entender que para el mundialismo las naciones son un residuo, una rémora para el avance hacía el ordenamiento jurídico universal.
Estamos ante las consecuencias de la idea globalizadora de que hay que “liberarse” de los conceptos tradicionales de nación, estado y pueblo, que han de ser sustituidos por la idea de cosmopolitismo humanitario que pretende una Europa sin identidad. Al mismo tiempo que los Estado-Nación delegan parcelas de su soberanía en organizaciones internacionales en aras de lograr construir una unidad europea, de grado o por la fuerza, las Naciones empiezan a fragmentarse para formar un conglomerado regional donde se diluyen las identidades colectivas, sustituidas por microculturas incapaces de sostener una identidad común.
La Unión Europea se ha construido desde premisas meramente económicas sin ningún proyecto político común naturalmente arraigado en las naciones o comunidades originarias. Precisamente la ausencia deliberada de cualquier referencia a la identidad, a las características culturales y sociales de la Europa grecorromana y cristiana, sustituidas por el endeble relativismo y multiculturalismo del consenso capitalista-socialdemócrata, se ha traducido en un orden europeo altamente burocratizado, con un escaso nivel de legitimidad moral y con unas instituciones europeas políticamente débiles y con muy escasa eficacia decisoria. La Unión Europea con sus proclamaciones normativas, ha creído que podía prescindir de las comunidades nacionales, fiando su construcción en los Tratados, Directivas, Decisiones Marco y jurisprudencia de los Tribunales europeos, creando un espacio común meramente formal.
En España hasta ahora el euroescepticismo había sido residual, pero la humillación que hemos sufrido a manos de los Tribunales alemanes debería hacernos revisar nuestra dócil posición respecto a la Unión europea. No se trata de rancias reivindicaciones nacionalistas, propias del siglo XIX, sino de reflexionar sobre si nos queremos convertir en simples consumidores universales, o queremos mantener nuestro arraigo y nuestra identidad como comunidad nacional, siendo amos de nuestro destino junto al resto de ciudadanos europeos. Para ello sobran los localismos disgregadores de los separatismos, que nos dejarían indefensos ante el proceso de globalización, pero también es preciso oponerse a un proceso de construcción de Europa que prescinda de la identidad de nuestro proyecto civilizacional.

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