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La decisión sólo sirve al interés del PSOE

Por qué la reforma en el Congreso decreta la muerte de las lenguas regionales

El portavoz parlamentario de ERC, Gabriel Rufián. Europa Press

Ya se ha estrenado en el Congreso la «cooficialidad lingüística», de forma que ahora podrán aburrirnos, insultarnos o fingir que debaten en castellano, gallego, vasco o catalán. Aprovechando la ocasión, podrían abordarse los interesantes debates de la cuestión nacional en España, las formas de estructurar el Estado según diferentes identidades culturales, los efectos de la convivencia lingüística en una misma sociedad, etc. Mucha gente se ha lanzado a ello. Nosotros no. La cuestión no lo merece porque (como ha escrito la filóloga Lola Pons) esta decisión no se ha tomado en base al amor por los diccionarios, sino al interés por la calculadora. La de contar escaños, concretamente.

La medida se ha introducido como una concesión a las fuerzas independentistas, de cuyo voto depende un futurible gobierno del PSOE. Una concesión destinada a lograr poco, porque las concesiones que realmente les interesan a ellos tienen que ver con poder nombrar más cargos, controlar mejor a sus ciudadanos y gestionar mayor cantidad de dinero público. Pero esas cosas las están negociando a puerta cerrada. De cara al público piden medidas como esta, aparentemente relacionada con la diversidad y la igualdad, porque las burguesías independentistas han aprendido a canibalizar y vampirizar las culturas regionales para teñir de identidad sus demandas puramente oligárquicas. 

Las élites siempre han de escudarse en alguna pertenencia compartida con el pueblo, de forma que los de abajo sigan garantizando los privilegios de los de arriba. Lo hacen los independentistas, a los que les interesa Cataluña o País Vasco poco o nada, y lo hacen también el PP o el PSOE cuando ocasionalmente les da por hablar de España (o lo que ellos entiendan por «España») mientras liquidan su soberanía y la venden a plazos.

No son pocos los políticos independentistas que no hablan habitualmente en su lengua cooficial, o que lo hacen a duras penas, o que lo hacen meramente como un ejercicio de militancia política, desnaturalizándolo por completo (como los cuadros feministas que de pronto tienen un profundo interés por el futbol). Un amor mínimamente auténtico por sus lenguas y culturas les habría llevado a descubrir el carácter inseparablemente hispánico de lo catalán o lo gallego.

Si tuviésemos unos representantes políticos genuinamente «catalanistas», “galleguistas» o «vasquistas» (que no independentistas), seguramente sería un acierto que cada uno pudiese utilizar su lengua materna en cada nivel de nuestras instituciones. Aunque rara vez habría necesidad de hacerlo, porque estos hipotéticos representantes entenderían que la existencia de una lengua común a todos ellos (el castellano) les permite una comprensión más eficaz, tanto entre sí como de cara a la totalidad de sus representados.

Cuando el ejercicio de hablar públicamente una lengua se convierte meramente en una reivindicación política, en un aprovechamiento identitario que antepone la diferenciación a la comunicación, estamos ante la muerte del lenguaje. Y no del lenguaje común al que se busca menoscabar, sino del lenguaje co-oficial al que se manipula y rebaja en la dignidad de su función, convirtiéndolo en una más de las porquerías que se arrojan unos a otros en la casta política.

Unas buenas medidas que honren la pluralidad de nuestro país sólo pueden existir una vez se hayan introducido las buenas medidas que barran de nuestras instituciones a aquellos que pretenden quebrarlas desde dentro. Los demócratas radicales y los ultra-liberales tienen claro que sólo ha de existir libertad de expresión y de participación una vez se han excluido a aquellos que estén en contra de esas libertades. ¿Cómo es que ellos, «demócratas» y «liberales», no entienden lo mismo aplicado a la nación? Es decir: que sólo puede haber una libertad lingüística ilimitada si antes se ha apartado a las élites que están en contra de esa convivencia en una nación común.

Cabe decir que el argumento de «demócratas» y «liberales» es mucho más difícil de defender, y suele ser un coladero totalitario para acabar con cualquier disidente del «pensamiento único». Porque ¿quién define «democracia» y «libertad»? y ¿quién decide cuáles son sus enemigos? No hay consenso ni en las esferas más elevadas del debate intelectual. Sin embargo, en el caso de la lengua y las culturas de España, la cosa no podría ser más clara. Enemigo del bien común de los trabajadores españoles es quien busca romper sus instituciones, trocear el territorio en que sus libertades están garantizadas, robar su participación en los fondos comunes de sanidad y prestaciones sociales, usar la lengua no para unir a familias y amigos sino para segregarlos.

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