El cine español es muy bueno cuando deja a un lado las obsesiones ideológicas. Los últimos años evidencian que hay directores, guionistas, productores y actores de primer nivel. Hay obras celebradísimas. Series y películas formidables que han triunfado incluso en el extranjero. Lo imposible, Campeones, Ocho apellidos vascos, Los otros, Las Aventuras de Tadeo Jones, La casa de papel o la más reciente La sociedad de la nieve dan testimonio de ello.
Este año la gala de los Goya se celebra en Valladolid el 10 de febrero y, como es tradición, la Academia del Cine escenificará que es uno de los tentáculos del sistema al servicio del PSOE, que ha convertido la cultura en un apéndice de su ideología, la correa de transmisión de su cosmovisión, la avanzadilla con la que luego se imponen las grandes transformaciones sociales y culturales. Porque, no hay que engañarse, los cambios culturales no llegan manu militari con el BOE (en realidad, último eslabón de la cadena), sino a través de las pantallas, escenarios, libros y medios de comunicación donde se normalizan ideas y comportamientos minoritarios en la sociedad pero que a fuerza de promocionarlos se imponen, como fruta madura, por su propio peso. A esto le llaman consenso.
Ya sabemos que es complicado romper el cerco de un ecosistema dependiente del poder (el cine español recibe en subvenciones el doble de lo recaudado en taquilla en 2023), pero ¿hasta cuándo pretende la derecha dejar que la cultura sea el coto privado de la izquierda? De igual forma que uno debe estar dispuesto a que le partan la cara en los lugares más hostiles del País Vasco o Cataluña porque su presencia allí es imprescindible por el bien de España, hay que preguntarse si no es también esencial pisar la alfombra roja aunque suscite el desprecio de los dueños del cortijo.
Claro que hay maneras y maneras de acudir a la gala. Se puede ir con el único objetivo de hacerte perdonar y que el rebaño te acepte como uno de los suyos o hacerlo para difundir un mensaje rompedor que proclame el principio del fin de la hegemonía progresista. Sin estridencias pero con firmeza. Un discurso propio que combine la reivindicación del cine español —industria autóctona, al fin y al cabo— y la cultura como eje vertebrador de nuestra historia y motor de un cambio de paradigma. Una ampliación del campo de batalla. Eso sorprendería a quienes sólo esperan hipérbole y exabrupto.
Entre ellos se encuentran los más entusiastas difusores de la leyenda negra, fenómeno al que enrolarse siempre genera réditos del poder. Es la endofobia de la que el otro día escribía José Javier Esparza, la aversión extrema hacia nuestra identidad e historia. Frente a ese odio a lo propio —explica Esparza— hay que construir estructuras nuevas que enseñen a los españoles quiénes somos realmente y por qué es bueno que sigamos viviendo juntos.
Precisamente por ello es bueno no matar moscas a cañonazos, como tantas veces leemos en cierta prensa conservadora al abordar el asunto del cine. Aunque acaparen casi todos los titulares es un error identificar al actor español medio con tipos como Willy Toledo o Alberto Sanjuan, que acaba de decir que «desde 1492 ser español supone pensar menos». Tales memeces no representan a la mayoría de su profesión ni mucho menos al público, es tan sólo el discurso que interesa a quien reparte las subvenciones. Valga como ejemplo el estreno del nuevo ministro de Cultura, Ernest Urtasun, que asegura que la huella hispana en América es equivalente al colonialismo depredador de Bélgica en el Congo.
Es verdad que no abundan los casos en sentido contrario. Artistas o actores que refuten el discurso oficial. Pitingo lo hizo y se le echó encima toda la SER llamándole nazi. Poco le falta al actor Jaime Lorente, que arremetió contra Pedro Sánchez, Rufián y Yolanda Díaz. Si no hay más actores diciendo lo que piensan en público es por temor a desaparecer de los guiones.
El camino es largo pero se puede lograr. En otros órdenes de la cultura como la historiografía la hegemonía progresista ha desaparecido. Es cierto que publicar un libro es mucho más barato que hacer una película —siempre que uno no tenga al Ministerio de Cultura detrás— pero desde hace años en los escaparates de las librerías abundan muchos de los episodios gloriosos de la Historia de España. La Reconquista, el descubrimiento de América, la victoria en Lepanto, la conquista de Méjico por Hernán Cortés, el levantamiento del 2 de mayo… Además, se han rescatado figuras como la de Pedro Páez, que descubrió las fuentes del Nilo, Blas de Lezo, que derrotó a los ingleses en Cartagena de Indias o Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana. Incluso derrotas que fueron victorias, como los heroicos últimos de Filipinas.
No se trata de contraponer una leyenda rosa a la leyenda negra. Basta con narrar episodios sepultados en la amnesia general impuesta en las últimas décadas. El cine, la cultura y, sobre todo, España, lo merecen.