«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Autoritarismo 'woke'

La Universidad Johns Hopkins en EEUU borra de su glosario la palabra mujer

Johns Hopkins University. Europa Press

Entre el siglo XII y comienzos del siglo XIII, toda Europa vio florecer novedosas instituciones educativas llamadas universidades. Existe alguna controversia sobre cuál fue la primera, generalmente se señala a la de Bolonia, pero en la París del siglo XII muchos maestros, enseñaban por fuera de los registros institucionales de la Iglesia. Un siglo después más de una docena de espacios educativos eran universidades propiamente dichas con su particular modo de organización. Profesores y estudiantes se congregaban en asociaciones para defender sus intereses siguiendo el modelo de las comunidades sindicales administradas mediante representantes: el modelo de la universitas. La palabra designaba a la totalidad de los miembros de un grupo en oposición a los del exterior. El objetivo era gobernarse mediante autoridades propias, a la cabeza de las cuales se hallaban «decanos», «regentes» o «rectores», y si bien habitualmente respondieron a intereses del poder su aspiración a la independencia las identificaba.

Las universidades en su origen eran comunidades que tenían como principal función la enseñanza, la investigación y la producción de conocimiento, generando vigorosos debates y polémicas, cuyo aspiracional era la libertad. Esto se refleja en las crisis en que estuvieron envueltas y en las intervenciones que sufrieron por parte de reyes, emperadores, papas, obispos y un largo etcétera. No es que las universidades no hayan sido nunca servidoras de deseos políticos, pero cada vez que lo fueron perdieron de su espíritu y sentido, su primario deber para con la excelencia, la disciplina, la creatividad y el saber. La academia, el mundo universitario tan necesario para el desarrollo de nuestras democracias es hoy un espacio completamente decadente

Cuando las energías del mundo universitario se desvían para satisfacer demandas muy ajenas a sus principios, finalmente, se acaban desgranando. El movimiento woke tiene como bastión a las universidades, especialmente las de Estados Unidos, y está carcomiendo sus bases para embestir contra el pensamiento crítico, los derechos individuales y la libertad de expresión, un ultraje imperdonable a su historia. Sobran anécdotas de cómo la Teoría Crítica de la Raza, el identitarismo, el revisionismo y otros engrudos ideológicos están degradando aceleradamente estas instituciones. Ejemplo de esta pertinaz humillación a la que se somete a las universidades tuvo lugar recientemente cuando la Universidad Johns Hopkins, considerada como uno de los centros científicos de excelencia del mundo, decidió redefinir la palabra «lesbiana» para ver si picaba en punta y se ganaba el galardón de la superultra inclusividad. Cuestión que en su glosario oficial describió a la palabra lesbiana como «una persona que no es hombre atraída por personas que no son hombres».

Para la Universidad Hopkins, las lesbianas de todos los tiempos, habían estado gustando de un equívoco, de una entidad fantasma, de un producto imaginario, de una «no cosa». Las lesbianas gustaban de las mujeres y, como mostraba la casa de altos estudios, las mujeres no existen. El glosario citado iba más lejos y describía a un hombre gay así: «Un hombre que se siente emocional, romántica, sexual, afectiva o relacionalmente atraído por otros hombres o que se identifica como miembro de la comunidad gay». Entonces un hombre sí puede ser gay y esa condición vendría a ser exclusivamente masculina, negando el acceso a dicha membresía a las mujeres a raíz de su inexistencia. Es más, si sólo existe la categoría «no hombre» tampoco existen las lesbianas, o sea que se trataría de un glosario mitológico y en consecuencia la «L» que comienza la saga infinita conocida como «LGTBQ+» francamente no merecería encabezar la lista. 

La vergüenza o el miedo o el asco que viene generando la palabra mujer es un hecho histórico sin dudas. Ninguna de las olas feministas tuvo que enfrentar este nivel de desprecio. La palabra, el verbo, el nombrar o no una cosa, es constitutivo de la escala moral y simbólica de una sociedad. Las «malas palabras» forman también parte de esa escala y la palabra «mujer» es hoy una mala palabra para los espacios académicos. El documental What Is a Woman? de Matt Walsh ha mostrado la incomodidad que produce en estos ambientes la palabra MUJER. Profesionales pletóricos de titulaciones universitarias se muestran incapaces de definir qué cosa es una mujer, ni siquiera en su concepción biológica más básica. Y todo esto ocurre apenas un par de años después de que irrumpieran en la escena política los movimientos #MeToo, las multitudinarias marchas del 8M, las leyes que en todos los países imponen la desigualdad ante la ley según el sexo y una tonelada de delirios más que se agrupan en lo que se conoce como feminismo radical.

¿Será esta locura misógina reacción o evolución del feminismo del siglo XXI? Difícil saberlo parados en el ojo del huracán. Sabemos que la sesuda definición de «lesbiana» que estaba en el glosario provenía de uno de los centros médicos más importantes del planeta. Sabemos que es de las vísceras de las universidades que se viene diseminando este borrado del concepto femenino y sabemos que no se trata de un caso excepcional. Es la propia identidad y existencia femenina la que es ridiculizada, fetichizada y finalmente sacrificada en el altar de los derechos de un activismo agresivo. En Gran Bretaña, el Servicio Nacional de Salud (NHS) eliminó la palabra «mujer» de su guía de salud en línea para cambiarla por «titulares de cuello uterino», denominando así a quienes reciben tratamiento por cáncer de cuello uterino, útero y ovario… ¡órganos que son exclusivamente de mujeres! 

Los ejemplos son miles, se trata de un ataque lingüístico observable en todos los países de occidente, mayoritario en instituciones estatales y monumental en el ámbito universitario, casualmente el ámbito que inventó la tontería inaplicable del lenguaje inclusivo feminista. La web médica Healthline propuso en su momento que las referencias a la vagina se reemplazaran por «agujero frontal» y la pieza teatral «Monólogos de la Vagina» pasó de ser una obra de reivindicación feminista a una obra que generaba ofensa o debía ser censurada por no ser adecuadamente inclusiva motivando severas acciones de cancelación. 

Toda esta arbitrariedad conceptual, todos estos giros de 180° en aquellos lugares dedicados a la búsqueda de la verdad, ¿qué espacio le deparan a la mujer? Ninguno. En poquísimos años se pasó de la demanda por la igualdad de derechos a la inexistencia, no ya de derechos sino de entidad. Se pasó de la idea de identidad femenina como constructo, a la autopercepción femenina sin ninguna característica objetiva para terminar en un tabú que no debe ser nombrado y que, en consecuencia, desaparece. El motivo de esta degradación sistemática es un intento de separar el ser mujer de ser mujer, no se trata de un juego de palabras sino de quitar a lo femenino la condición humana volviéndolo un producto de consumo fácilmente imitable y reproducible y nada respetable. De ahí la proliferación de estereotipos femeninos ridículos destinados a caricaturizar la condición «no masculina». Y resulta que la ciencia en el marco de los altos estudios avala esta gesta.

La Universidad Johns Hopkins se fundó en 1876, y fue la primera universidad dedicada a la investigación en los Estados Unidos. Muchas investigaciones y publicaciones que provienen de la institución se utilizan en todo el mundo como aval de prestigio y solidez. Entiéndase el peso que tiene en el mundo académico que sea en la Johns Hopkins donde oficialmente se llame a las mujeres «no hombres», siendo esta universidad la principal a nivel nacional y una de las más importantes a nivel mundial destinada a las ciencias biomédicas. Hopkins ha decidido complacer al activismo woke enchastrando sus años de prestigio y ese paso es el que cabe analizar más allá del escándalo mediático.

Las consecuencias de despojar la definición de «mujer» de su anclaje biológico hace que la identidad femenina se convierta en un circo. Poco han pensado en eso estos ingenieros sociales que vienen cada vez más rústicos. Era cuestión de tiempo para que sus definiciones se transformaran en burla y eso sucedió con el bendito glosario. La Universidad Johns Hopkins determinó que las mujeres eran tan irrelevantes que su identidad sólo se definía por su relación con los hombres, vale decir, que su única característica es «no ser hombres». El esfuerzo que hay que hacer para sostener esta premisa es enorme, claro, porque requiere negar la biología, pero también la historia, la psicología y la antropología. Es regresivamente sexista y virtualmente inútil este trabajo, dado que las mujeres somos la mitad de la humanidad y hacer de cuenta que la mitad de los que existimos son simplemente «entes no hombres» sin otro mérito o característica nos va a llevar a todos a la locura

Alejandro Zaera-Polo, exdecano de la Facultad de Arquitectura de Princeton es uno de los cientos de académicos que vienen denunciando la profanación de la universidad como institución fundamental de nuestra sociedad, y es uno de los tantos que, perseguido, ha debido alejarse de ella. En un reportaje periodístico decía: «Cuando las universidades llevan literalmente cuarenta años promoviendo esa especie de relativismo en el que no hay verdad, no hay evidencia, no hay ciencia, no hay posibilidad de verificar nada, lo único que se puede hacer en la academia es ver quién tiene la idea más original. Desde la crisis de la modernidad y el inicio del posestructuralismo es lo que se les viene enseñando a los alumnos. Las universidades, y sobre todo los departamentos de humanidades y de estudios culturales lo que se promueve es la búsqueda de la idea más extravagante, en lugar de intentar entender lo más precisamente posible lo que ocurre y cotejar con evidencias concretas lo que estamos diciendo. Las universidades son las instituciones que han estado tradicionalmente encargadas de la búsqueda de la verdad. Pero ahora, como hay cien mil verdades, cada uno tiene su verdad. Y todo el mundo miente».

Dado que se armó un escándalo de fuste, los que redactaron el glosario procedieron a eliminarlo y emitieron un comunicado que decía: «Johns Hopkins se esfuerza por crear una cultura de campus que sea inclusiva y acogedora para todas las identidades de género, orientaciones sexuales, experiencias y puntos de vista, y estamos comprometidos a garantizar que Johns Hopkins es un lugar donde las personas LGBTQ se sienten apoyadas. El Glosario LGBTQ sirve como una introducción a la gama de identidades y términos que se usan dentro de las comunidades LGBTQ y no pretende servir como respuestas definitivas sobre cómo todas las personas entienden o usan estos términos. Hemos eliminado la página de nuestro sitio web mientras reunimos más información». Claro «todas las identidades, experiencias y puntos de vista» que no incluyan el ser mujer, obvio, porque para eso es que tienen que juntar información…

Nada como la arbitrariedad y el sinsentido para que florezca el autoritarismo. No es gratuito este ataque a las universidades, vitales para las sociedades libres. El fundador de la Universidad Johns Hopkins, el mismísimo Johns Hopkins, sufrió un ataque cancelatorio post mortem recientemente ya que, según los censos de 1840 y 1850, podría haber tenido esclavos en su casa. Durante mucho tiempo una horda de cruzados woke trataron de cambiar el nombre de la institución a algo más acorde a su dogma y su propio director, el políticamente correcto Ronald J. Daniels, declaró que el Sr. Hopkins no era moralmente apto tratando de contentar a los canceladores. Los fanáticos están ganando la partida y en este contexto cobra sentido la anécdota del glosario LGBTQ, la universidad perdió el objetivo y ya no persigue la verdad sino una irrisoria complacencia.

El ambiente universitario está cada vez más condicionado por la intolerancia ideológica convertida en dogma. Jonathan Haidt y Greg Lukianoff publicaron su famoso «The coddling of the american mind» hablando sobre el mismo fenómeno: ese totalitarismo de los ofendidos siempre atento a encontrar la disidencia necesaria para arruinar una carrera y condenar al ostracismo a un profesor o investigador. Joseph Manson, profesor de antropología en la UCLA de California publicó Por qué me voy de la universidad explicando que había decidido renunciar porque «la toma de posesión de la educación superior por parte del movimiento Woke ha arruinado la vida académica». Un artículo reciente en Inside Higher Ed cita la encuesta de 2022 de directores académicos, que expone cómo los miembros de las facultades se están yendo a tasas significativamente altas dado que abunda la división política, las controversias sobre la libertad de expresión hasta los ataques e intromisiones gubernamentales sobre lo que se puede enseñar. El mundo universitario se está rindiendo. Los amantes de la verdad, de la independencia y del pensamiento crítico están perdiendo la batalla. El ataque a las universidades está minando su propia razón de existir. 

«Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja,
la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma
y su pronunciación son gradualmente descuidados. 
Por último, casi completamente ignorados»
Fahrenheit 451, Ray Bradbury
.
Fondo newsletter