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Las exigencias ‘woke’ de Hollywood provocan películas planas y previsibles, y desploman la recaudación

Hollywood. Europa Press

La Academia del Cine de Estados Unidos ha anunciado recientemente una nueva exigencia para las películas que aspiren a recibir un Oscar: la obligación de incluir representación de ciertas minorías. A primera vista, esta medida puede no parecer una novedad significativa. Desde aproximadamente 2015, año en que se aprobó la celebración del referéndum del Brexit y Trump anunció su candidatura a la Casa Blanca, la meca del cine, así como toda la industria del entretenimiento y la información en general, se han obsesionado con forzar la inclusión de personajes y situaciones que, aunque no aportan nada a las historias, encajan perfectamente con los estrictos cánones de corrección política establecidos desde entonces. Es decir, una práctica que ya se cumple en casi todas las grandes superproducciones desde hace casi una década, se anuncia ahora oficialmente como algo obligatorio para optar a la célebre estatuilla dorada.

No es ningún secreto que Hollywood atraviesa una crisis. Sus películas obtienen cada vez menos recaudación, sus ceremonias de entrega de premios están viendo caer sus cifras de audiencia por los suelos año tras año, y sus series y mega producciones para las plataformas de streaming se enfrentan continuamente a la hostilidad de un público que no sólo ha perdido cualquier interés por las historias que narran, sino que las rechaza a pesar del derroche de dinero y publicidad que se invierte en ellas. Con todo, la antaño admirada industria cinematográfica norteamericana no sólo sigue haciendo ver que no se entera de que tiene un problema, sino que una y otra vez se empeña en doblar la apuesta añadiendo más y más ideología y corrección política a sus películas.

Seamos claros: el problema del cine estadounidense actual está, principalmente, en sus directores y guionistas y en los productores que les compran o encargan la mercancía. Están todos ellos tan empeñados en seguir a rajatabla el discurso políticamente correcto, en no salirse una coma de la partitura progre, que acaban creando personajes tan planos y predecibles que es imposible que ningún espectador se sienta inspirado o identificado con ellos. Y da igual la cantidad de efectos especiales que añadan o el dineral que se gasten en contratar a estrellas de renombre. El público ya ha aprendido la lección y, cada vez que una productora anuncia un estreno enfocándose en su carácter inclusivo, se pega un tortazo sideral.

Porque todo es tan previsible que a los cinco minutos de empezar a ver una película ya sabemos perfectamente qué va a pasar. Sabemos que un protagonista femenino no va a tener desarrollo del personaje, porque para el nuevo Hollywood las mujeres son perfectas de fábrica y por tanto no tienen margen para madurar y evolucionar. A lo sumo, en algún momento del metraje, la heroína se dará cuenta de lo fuerte y luminosa que ha sido siempre, y que si hasta ahora no había desplegado todo su potencial era porque un agente externo se lo impedía, llámese capitalismo, patriarcado o misoginia interiorizada.

Es verdad que algunas películas y series nos presentan a villanos femeninos, elegetebés o pertenecientes a una minoría étnica, pero nunca es porque hayan elegido ser malvados, sino que se han visto arrastrados a la maldad por culpa de las injusticias que han sufrido como miembros de un colectivo. Es decir, en realidad no son auténticos villanos, sino víctimas del sistema heteronormaltivo que todo lo impregna. Parecida delirante tesis sostiene el Ministerio de Igualdad cuando dice que todos los hombres son violadores en potencia, salvo los violadores de verdad, que son buenas personas en potencia. En realidad, lo único que tienen que hacer estos no-villanos para redimirse es escuchar a su corazón, ser ellos mismos y escapar de las garras del tóxico sistema que les ha corrompido.

En cuanto a las minorías buenas, serán caracteres aún más planos e insulsos que las anteriores, pues no aportarán ni siquiera un pequeño arco de redención al personaje. Porque la misma camisa de fuerza ideológica que obliga a incluir a estos personajes en cada cinta impide presentarlos de forma negativa. Y en un mundo en el que cada mujer, cada persona de color y cada persona elegetebé es especial y todopoderosa, lo que en ningún caso puede ser es única. A esto ha condenado Hollywood a las minorías con su edicto inclusivo, a ser irrelevantes y reemplazables. A esto lleva el individualismo grotesco y exacerbado sobre el que se sustenta toda la ideología woke: a convertir a cada personaje de la historia en una partícula insustancial de la gran masa como no se atrevió a escribir ni la peor propaganda colectivista.

Esto a su vez produce guiones tan asépticos y previsibles como llenos de contradicciones e incoherencias. Volviendo a la saga de la Guerra de las Galaxias de la que hablamos aquí recientemente, todo el mundo recuerda el proceso de transformación de Anakin Skywalker en Darth Vader: incapaz de lidiar con el dolor por la pérdida de su amada, la amargura de un joven guerrero intergaláctico hace que poco a poco se vaya transformando en un ser diabólico y despiadado, hasta convertirse en la encarnación del mal. Años más tarde, movido por el coraje y el amor que muestra su hijo Luke para superar sus conflictos, se arrepiente de sus pecados y se vuelve bondadoso antes de hacer un último sacrificio y morir.

Ahora veamos la transformación del villano de la última trilogía. Un joven muchacho llamado Ben Solo, hijo de Han Solo y la princesa Leia, de pronto empieza a idolatrar a la parte mala de su abuelo materno y a querer ser como él. Todo porque un día, el héroe de la primera trilogía, Luke Skywalker, vio algo oscuro en su aura e intentó matarle mientras dormía. (Sí, el mismo Luke que logró contener su ira contra un genocida que destruía mundos enteros, ahora intenta asesinar preventivamente a su propio sobrino porque ha tenido un mal presentimiento). A raíz de esto, Ben Solo se convierte en el malvado Kylo Ren y, tras asesinar a su padre Han y hacer explotar varios planetas llenos de gente inocente, decide volverse bueno de nuevo cuando el fantasma de su padre le dice que su corazón es bueno y debe seguirlo.

El arco de redención de Darth Vader es verosímil porque es acorde a lo que esperamos de un ser humano funcional. El de Kylo Ren es forzado a más no poder y no tiene ni pies ni cabeza, pero es la única salida factible cuando los guionistas se han pasado toda la cinta diciendo que cumplir con tu sueño está por encima de cumplir con tu deber. Y precisamente ahí radica la diferencia fundamental entre el héroe clásico que tanto ha inspirado a tantas generaciones, no sólo en el cine, y el antihéroe posmoderno que nos causa a todos tanto rechazo: el primero lucha movido por un ideal de justicia, el cual muchas veces le lleva a hacer cosas que no le apetecen pero que son necesarias tanto para su desarrollo personal como para el bien común; el segundo rechaza el deber impuesto y actúa sólo movido por sus deseos.

En la serie de She-Hulk, esto es algo que se admite de forma abierta cuando la insufrible protagonista, al ser preguntada sobre si le hace ilusión ser una superheroína, dice que no, que ella seguirá volcándose en su carrera como abogada y en su tiempo de ocio, que es lo que la empodera y la hace feliz. «El trabajo de superhéroe está hecho para narcisistas, millonarios y adultos huérfanos», dice en una clara burla a todos los superhéroes clásicos. Y no es que los guionistas usen esta frase para que She-Hulk tenga un punto de partida desde el que madurar y evolucionar. Al revés, la actitud ensimismada y sabelotodo de la protagonista es una constante en toda la serie, en un mundo al revés en el que usar tus superpoderes para servir a los demás es considerado algo «narcisista», mientras que usarlos para vengarte por recibir un piropo es liberador y ejemplar.

Pero he aquí aquí la filosofía de tantas feministas de carne y hueso a las que por desgracia hay que soportar en la vida real. Feministas que nunca reivindican el poder para hacer algo diferente y mejor frente a supuestos siglos de patriarcado, sino simplemente porque ahora les toca a ellas, porque es su turno, porque se lo merecen y porque ellas lo valen. Para estos personajes, el poder es algo que está ahí para ser disfrutado egoístamente, no para ejercerlo con humildad y responsabilidad. Es decir, está para el beneficio propio, del mismo modo en que lo usan los villanos del cine clásico.

Porque en el cine de 2023 tampoco hay villanos. Hay antagonistas igual de planos e insustanciales que los protagonistas, aunque pocas veces tan odiosos. Se sabe quién es quién porque los supuestos buenos son diversos e inclusivos y los supuestos malos, no. Pero sobre todo por un guion que tiene que recordarnos constantemente quién es el malo de la película, que en realidad no está dentro de la pantalla, sino fuera. El malo es el público racista, misógino e intolerante que ya no ve sus películas. Porque los actuales dueños de Hollywood ya no buscan inspirar al espectador, sino sólo recordarle que ellos son mejores personas que él.

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